CONSERVACIÓN Y TURISMO

Misma cara de la moneda


GABRIEL MORATE


Fundación Montemadrid

Aunque hay casi tantas definiciones de turismo cultural como pueda haberlas del término cultura, es un hecho cierto que entre las muchas motivaciones que pueda tener el turista cultural, la visita de monumentos, museos o sitios arqueo- lógicos es la actividad mayoritariamente demandada. Además, los conjuntos histó- ricos urbanos son el marco o el ambiente necesario en el que disfrutar de otros intereses culturales. La existencia de festivales en Bayreuth, Salzburgo o Gra- nada es tan casual como su inexistencia en Mannheim o Albacete, de la misma manera que resulta preferible ir de tapas por San Sebastián a hacerlo por Eibar o aprender inglés en Cantebury si uno no tiene necesidad de irse a Luton.

Desde hace ya bastantes años el turismo cultural es un objetivo impor- tante de los poderes públicos y de la in- dustria turística. Sus asombrosos índices de crecimiento, la búsqueda de alternati- vas económicas en zonas que carecen de otro tipo de recursos, su sostenibilidad o la mayor capacidad de gasto del gene- ralmente educado y respetuoso turista cultural, son factores suficientemente conocidos y demostrados con multitud de datos y estudios sobre el particular.

También el turismo cultural lleva varios años siendo objeto de atención preferente por parte de propietarios y gestores del patrimonio histórico, ya sea por considerar unos que el turismo controlado es el instrumento preciso para que el patrimonio cumpla plenamente su función social y sea disfrutado por cada vez una mayor parte de la sociedad, o sea por pensar otros que los ingresos derivados del mismo se hacen tristemente necesarios ante los exiguos fondos dedicados a su conservación. De esta manera, los grandes museos y monumentos, que son muy pocos, están pasando de tolerar con resignación a sus excesivos y molestos turistas, a intentar estudiar mejor su comportamiento, ordenarlo, corregir la estacionalidad, adecuar la demanda a las exigencias de la conservación y la calidad de la visita, diversificar sus actividades, ampliar sus horarios o modular sus precios, consiguiendo así, si las cosas se hacen bien, mejores índices de eficiencia cultural y económica, que suelen ir uni- dos. Todos los demás, la gran mayoría, se afanan con mayor o peor fortuna en con- seguir los turistas que no tienen.

Tenemos mucho patrimonio, decimos. Muchísimo más que los 17.621 bienes in- muebles declarados de interés cultural. Aun así, 17.621 parecen muchos; hay que ocuparse de todos ellos. En Francia son 250.000 los bienes inmuebles que gozan de una declaración individualizada de protección. En el Reino Unido, la cifra es de 458.000. Es verdad que en Francia y en el Reino Unido existen dos y hasta tres niveles de protección en función de la importancia del bien, posibilidad que, aunque ahora es contemplada por algu- nas comunidades autónomas, desechó el legislador estatal; sin embargo, esta circunstancia en modo alguno puede explicar por sí sola el pequeño número de bienes de nuestro patrimonio que está efectivamente protegido. Por otra parte, sólo el 5,5% de nuestros bienes inmuebles efectivamente protegidos son conjuntos históricos, ese marco o ambiente tan importante para la demanda, y el paisaje, extraordinariamente variado en España, apenas cuenta con instrumentos y volun- tades para su protección. Somos el tercer país del mundo con más patrimonio, decimos también con frecuencia, aunque sabemos que sólo somos el tercero en una lista de sitios excepcionales para la Humanidad promovida por la Unesco… y cada alcalde patrio parece estar ya convencido no sólo de que la iglesia, el castillo o las ruinas vacceas de su pueblo son únicas, que lo son, sino que además son un diamante en bruto que todo el mundo debe visitar, como si bastara sólo con abrir las puertas, que no sería poco, desde luego.

Tenemos también muchos turistas. Treinta millones de personas visitaron España en 2009, ochenta y dos millones en 2018, lo cual resulta fascinante. Que más de ochenta millones de personas quieran ver tu casa, de la que tanto nos quejamos, que se sientan a gusto en ella, que repitan, que valoren, amén de nuestro sol y nuestras playas, la variedad de actividades de ocio disponibles, nuestra gastronomía, nuestras tradiciones, nuestro idioma o nuestro carácter, es digno de reflexión.

Tenemos, en resumen, mucho patrimonio y una cartera de clientes impresionante, pero en modo alguno podemos decir que seamos todavía el destino de turismo cultural que podríamos sin duda ser. Es como si el mercado de turismo cultural en España fuera una enorme pescadería surtida con todo tipo de pescados y mariscos, y de gran a éxito a juzgar por la gran cantidad de gente que la visita. El problema para el pescadero es que muy pocos compran y la mayoría se concentra sólo en los mostradores de la merluza y los langostinos, con grandes problemas para pedir la vez. Podría pensarse que la solución sería vender únicamente merluza y langostinos, pero nuestro pescadero no piensa sólo en el dinero, y no puede renunciar a intentar conservar en buenas condiciones el resto del género que nadie compra y ni siquiera mira.

El público no demanda iglesias románicas o acueductos romanos, sino el conjunto de valores y servicios a ellos asociados

Nuestros índices de turismo cultural no residente son todavía muy bajos, el 15,2% según datos de 2018, cuando varios países de nuestro entorno europeo superan el 50%. Es verdad que ellos no tienen nuestro sol y nuestras playas, pero esta explicación no basta a poco que pensemos en ello. Otro tanto pasa con nuestros índices de turismo cultural residente, el 7,4%, siendo los hábitos culturales de los españoles mucho menos frecuentes que los de muchos de nuestros vecinos europeos. Con tanto patrimonio y tantos turistas, ¿cuál es entonces el problema?

En primer lugar, la efectiva y más eficiente protección y conservación de nuestro patrimonio. No es este un problema de capacitación, tenemos en España magníficos profesionales para ello, es ante todo un problema de financiación y voluntad política. Después su gestión, que pocas veces contempla toda la cadena de valor del producto, desechándose desde el sector del patrimonio, habitualmente reacio a la innovación y temeroso de la simonía, invertir en modelos de negocio que den mayor valor añadido al cliente. La existencia de un monumento, como han explicado autores como Xavier Greffé o César Herrero, no genera ningún beneficio automático para el territorio. El público no demanda iglesias románicas o acueductos romanos, sino el conjunto de valores y servicios a ellos asociados. Para mucha gente, vista una catedral, vistas todas, salvo que los órganos truenen y emocionen o se eche a volar el botafumeiro, por ejemplo. Para otros, serán los castillos los que parezcan iguales, salvo que se expliquen bien sus valores culturales o estéticos o se haga sentir la emoción de un asedio prolongado. Por todo ello, sorprende ver qué pocos monumentos o museos españoles tienen un catálogo de servicios y precios publicado, como llama también la atención constatar qué reducida y similar es la lista de actividades y servicios que ofrecen aquellos pocos que han pensado en ello. Sorprende ver también qué pocos monumentos e incluso museos en España piensan en los niños, o en los padres que quieren verlos con niños con la esperanza de que no sea una tortura para ambos. No sorprende, sin embargo, comprobar en las estadísticas que publica el Ministerio de Cultura y en otras que la valoración que el público hace de las visitas a nuestros monumentos y museos no pasa del cinco sobre diez, que el sector turístico sólo considera preparado para la visita turística un 10 % de nuestro patrimonio, o que sólo un 9,4% de las visitas se realizan con hijos o niños, alcanzando un 5,3% las visitas de grupos escolares. Sorprende, por último, aunque la lista de sorpresas podría ser muy larga para cualquiera que haya viajado por donde los índices de turismo cultural son mayores, ver qué poca protección tienen nuestros conjuntos históricos y nuestro paisaje, razón por la que no sorprende que Valladolid, ciudad de casco histérico más que histórico, tenga casi el doble de monumentos declarados que Se- govia, e índices de turismo cultural mucho más bajos que ésta.


Conjunto histórico de Pedraza, Segovia.
Foto: Wikipedio~commonswiki (CC BY-SA 4.0

El turista cultural es un cliente informado y quiere información, viaja con frecuencia, gasta más, es exigente con la calidad de los servicios, le gusta relacionarse con la gente del lugar, le gusta lo auténtico y siente como propio el patrimonio que visita, aunque no esté declarado como de la Humanidad, pero no es necesariamente un erudito, ni persigue sólo realizar actividades culturales. El turista cultural viaja, como casi todos los demás, hasta los eruditos, en contextos de ocio y vacaciones, donde la gente lo que busca es disfrutar y pasarlo bien. Y si esto vale para el turista cultural, no cuesta imaginar cuanto más necesario es que nuestros museos y monumentos lo tengan presente si es que alguna vez piensan en el resto de los turistas.

¿Puede ser España la potencia de turismo cultural que debiera cuando la Cultura es la «maría» de nuestra agenda pública? ¿Puede serlo cuando los fondos destinados a la conservación del principal recurso que lo genera son tan escasos? ¿Puede España diversificar sabiamente su oferta turística a través del patrimonio, recurso frágil y no renovable, cuando la gestión del turismo y la gestión del patrimonio son compartimientos estancos?

El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en ciernes para la gestión de fondos europeos tratará de fomentar proyectos de carácter estratégico que ten- gan capacidad de arrastre para el crecimiento económico, el empleo y la competitividad, primando la innovación, el uso de las nuevas tecnologías y la colaboración público privada. Aunque quedan todavía muchos aspectos que concretar sobre este plan, tenemos una herramienta adecuada para intentar llevar a cabo reformas estructura-les que nos permitan ser más eficientes en la utilización de nuestros recursos y para actuar en todos los eslabones de la cadena de valor cultural, social y económico del patrimonio. Tenemos un instrumento para ser ambiciosos, ir más allá de las subvenciones puntuales a fondo perdido para la restauración, y fomentar sistemas y plataformas de gestión inteligente de nuestro patrimonio que integren como un todo la conservación y el turismo. Ojalá lo aprovechemos.

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