Un mar turbulento acompañado con gran tormenta arrojó el navío contra un arrecife que emergía a dos millas de la costa de un atolón arenoso y coralino en el Mar Caribe en el Atlántico Medio. El patache español de dos mástiles no logró alejarse del arrecife y ante el espanto frente a la mortal e inevitable embestida, la tripulación se tiró por la borda en un vano intento de salvar sus vidas para alcanzar los bancos de arena que se divisaban todavía lejanos. Todos perecieron ahogados menos el capitán que aguantó el brutal choque cuando el patache por su banda de estribor fue incrustado materialmente entre las agrestes aristas del arrecife. (…)
ÍÑIGO CASTELLANO BARÓN
Amigo FHB
HISTORIA Y CULTURA
LA ESPAÑA INCONTESTABLE
Septiembre 2023
En pocos minutos y alrededor de aquella informe roca comenzaron a flotar maderos, fardos y velámenes, arrastrados unas veces mar adentro cuando no eran de nuevo escupidos por las olas contra el arrecife. En medio de todo ello el capitán Pedro Serrano luchó desesperadamente para no ser absorbido por el embravecido mar, asido como podía con sus manos a una arista rocosa hasta que logró alcanzar un trozo de cabo y atarse como pudo.
En esas primeras horas de angustia y desesperación, siendo el año de 1526 se iniciaba para la Historia un drama sobrecogedor que tuvo lugar en lo que hoy día se denomina en honor al capitán Serrano, Banco de Serrana, un arenal que cubre pequeños bajíos con apenas un puñado de palmeras en un atolón de aspecto triangular. De ello setenta y cinco años después daría cuenta el poeta y militar, el Inca Garcilaso De la Vega en su obra: Comentarios Reales de los Incas. Tuvo el poeta ocasión de conocer a una persona quien a su vez llegó a hablar con el propio capitán Pedro Serrano que le relató su odisea sobre la que él mismo escribió y vivió durante ocho infernales años y que hoy se conserva en el Archivo General de Indias.
Durante toda una noche soportando el aguacero del mar y con escalofríos, el desdichado Pedro Serrano se mantuvo firme sobre la pequeña superficie del arrecife cuidando de que el mar no le tragara mientras los rayos de la tormenta, muy propia en esa zona, le iluminaban fugazmente la línea del arenal que distaba un largo trecho de donde se encontraba. Al amanecer la tormenta había desaparecido y el mar pareció en calma. Serrano se decidió a alcanzar el atolón a nado. Él era un buen nadador y aunque estaba exhausto, tenía una gran fortaleza física además de ser la única decisión posible para poder salvar su vida. Se desató del arrecife y ciñó el cabo a su cintura de donde siempre colgaba un cuchillo. Con la ropa empapada se lanzó al mar antes de que de nuevo pudiera tornarse bravío. Sacando acopio de sus exiguas fuerzas nadó casi dos millas, dejando a veces su cuerpo flotar para que fuera la marea que le acercase a la orilla. No supo nunca el tiempo transcurrido hasta verse tumbado boca arriba sobre la fina y blanca arena. Había conseguido sobrevivir al naufragio y ello le dio ánimos, aunque transcurridas las horas el cansancio y la sed empezaron a hacer mella en su refortalecido espíritu. Al atardecer de ese mismo día, a la sed se sumó el hambre. Había recorrido el atolón y se dio cuenta de que según la marea aparecían bancos de arena en forma de isletas y tan solo en un punto concreto crecían algunas palmeras. Allí se dirigió con la idea de poder encontrar algo que cubriera sus necesidades. En aquella parte que va de La Habana a Cartagena de Indias a donde se encaminaba cuando sucedió el desastre, pensó que su muerte sería lenta y angustiosa. Recitó el Credo pero estaba dispuesto a vender cara su vida. Al poco vio unas grandes tortugas y sin dudar fue corriendo hacia ellas con ánimo de degollarlas. Alcanzó a la primera que pudo, pero no tenía suficientes fuerzas por su propio cansancio y el tamaño de aquella para darle la vuelta y dejar a ese gran vertebrado de manera indefensa. Finalmente consiguió alzarse sobre su concha pero se vio cabalgando sobre ella en dirección al mar. Se tiró a la arena y relajó sus músculos. Anochecía cuando se tumbó bajo una palmera. No tuvo tiempo apenas de sopesar las circunstancias extremas en las que se encontraba pues el sueño le sometió.
El sol estaba alto cuando el cántabro Pedro Serrano abrió sus ojos. La palmera cubría con su sombra parte de su cuerpo desnudo y las ropas que la noche anterior se había quitado estaban ya secas. Le dolía el vientre del hambre y temía que la sed pudiera hacerle perder la razón poco a poco, así que se encaminó al lugar en donde viera las tortugas. Era su segundo día, pero esta vez tuvo la suerte de encontrar otras tortugas más pequeñas. Sobre una de ellas se lanzó y consiguió detenerla en su avance hacia el mar; la volteó y con el cuchillo seccionó el cuello del que brotó sangre que el capitán español bebió ávidamente. Mató otras tortugas e hizo lo mismo de manera que de momento sació su sed. Pese a las fatigas y al panorama que le esperaba, pues los barcos que por allí navegaban no se acercaban por ser conocedores de aquellos arrecifes y bancos de arena donde podían encallar, su ágil mente meditó sobre la vital necesidad de proveerse de comida y de hacer fuego lo antes posible. Ese mismo día con su cuchillo logró desentrañar al reptil y comer cruda su carne previamente cortada en delgadas tiras. En los siguientes días realizó la misma operación. Su ropa por el sol y la humedad empezaba a estar hecha jirones, de forma que pensó ir desnudo y guardar aquellos deteriorados tejidos para mejor ocasión. En los siguientes días, más fortalecido por saciar el hambre y la sed, se sumergió en las aguas cristalinas y tomó del lecho algunos guijarros que tenían forma puntiaguda. Consiguió frotándolos contra su cuchillo crear chispas que prendieron en algunos hilos de su camisa. Había conseguido hacer fuego que alimentaba con palmeras. La carne de tortuga consiguió inicialmente ahumarla hasta lograr una mayor brasa para asarla. Al mes de su estancia en el atolón, comía mariscos, moluscos y tortugas. Para aplacar la sed y beber el agua en vez de la sangre que le producía trastornos digestivos, con ejemplar paciencia limpió caparazones de moluscos e incluso de alguna tortuga que le sirvieron de pequeños cuencos donde recoger la lluvia que comenzaba a llegar. Aquella parte del mundo es muy lluvioso. Su barba le llegaba a mitad del tórax y nadie le hubiera podido reconocer. Pasaron los meses y apenas tuvo esperanza de que algún barco le rescatase. No obstante con corales y otros materiales marinos construyó una torre de manera que pudiera mantener el fuego de forma más permanente y al tiempo de poder, caso de avistar un barco, hacer la señal pertinente que detecta al náufrago. En el transcurso de los días el mar devolvió algunos fardos del patache hundido como de otros navíos, lo que alivió la vida de Serrano, pues en ellos encontró algunas cosas e instrumentos que le fueron de gran utilidad como superviviente.
A los tres años de permanecer en aquel banco de arena, siendo mediodía, vio a otro hombre desembarcar en un pequeño bote. Era otro naufrago quien al verle desnudo con sus larga cabellera y bigotes que apenas dejaban entrever su rostro estuvo a punto de embarcarse de nuevo, pero Pedro Serrano consciente de que aquella persona creía ver ante sí una alimaña, se le ocurrió empezar a recitar el Credo. Pronto el recién llegado se hizo con la situación y ambos se abrazaron y lloraron. Con su nuevo compañero los dos se aprestaron a pasar el tiempo que Dios quisiera en la esperanza que nunca perdió de que algún navío se percatara de sus existencias y les socorrieran. Pero los años pasaron sin nadie que les hubiera avistado pese a las señales de humo que hacían cuando veían navegar a lo lejos a los barcos que hacían la ruta de Las Américas. A veces discutieron por el quehacer de uno o el otro sobre el mantenimiento del fuego y la necesidad permanente de llevar alimentos. Habían transcurrido ocho años desde que el capitán español arribara a la isla cuando una vez más divisaron a un navío. Por la chimenea construida de corales se elevó el humo y en esta ocasión Serrano y su compañero advirtieron que era un galeón que viraba hacia la isla. Poco antes de aquellos arrecifes en donde sucumbiera su barco echaron anclas y un bote se dirigió al arenal. Ambos saltaban de alegría mientras el bote se acercaba hasta encallar en la arena. El final de la odisea pareció definitivamente tocar su fin.
El viaje de regreso a España fue inenarrable. Ambos contaron cuanto les sucedió desde el primer día. En la travesía murió el compañero de Serrano. Su fortaleza tan mermada le llevó a la muerte, sin embargo el español se fue reponiendo poco a poco e incluso escribió documentos de su atroz experiencia que se conservan. Una vez Pedro Serrano desembarcó en España, todo el mundo quiso saber semejante aventura y para demostrarlo Serrano además del navío y su capitán que los recataron, se dejó la barba hasta la cintura tal como la tenía y que trenzaba cuando dormía para que no le molestara. Todo el mundo que tuvo conocimiento de su desdicha quiso conocerle y Pedro Serrano encontró en ello una gran fuente de ingresos. Su fama fue extendiéndose por todo el reino español al punto que Serrano se desplazó a Alemania en donde se encontraba el emperador Carlos I que le requirió interesado por saber cómo pudo sobrevivir ocho años sin más recursos que su despejada mente. Debió quedar Carlos I impresionado pues le otorgó cuatro mil pesos de renta de por vida. Durante años Serrano viajó por Europa narrando su naufragio y explotando muy bien su desventura. Pronto se hizo rico. Quiso ir a Perú para disfrutar de las rentas que allí le habían otorgado pero falleció al desembarcar en Panamá.
Hoy día Banco de Serrana, aquel atolón que no figuraba ni en las cartas marinas, permanece en memoria de este superviviente español cuya tenacidad, esperanza y lucidez le permitió sobrevivir tras superar las más vitales necesidades del ser humano.
Íñigo Castellano y Barón