«Aunque las ruinas sean bellas no dejan de constituir un quebranto en términos de patrimonio histórico. Sin entrar en la vieja polémica entre restauración frente a conservación, o sobre las restauraciones que acaban malogrando el original, se hace urgente que las distintas administraciones tomen mayor conciencia de la trascendental importancia que tiene nuestro patrimonio cultural»

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PABLO SÁNCHEZ GARRIDO


14 de octubre de 2021

«Silenciosas ruinas de un prodigio del arte, restos imponentes de una generación olvidada, sombríos muros del santuario del Señor, héme aquí entre vosotros. Salud, compañeros de la meditación y la melancolía, salud»

Gustavo Adolfo Bécquer

Las ruinas de iglesias, castillos y monasterios nos han causado siempre una misteriosa fascinación. La contemplación de estos gigantes pétreos cargados de historias místicas o heroicas, que se nos revelan mortales al descubrirnos su osamenta, provoca una singular experiencia que entremezcla el goce estético, la nostalgia y la catarsis del ‘tempus fugit’. A menudo envueltas en un claroscuro lunar y semihundidas en la hiedra, el Romanticismo europeo hizo de estas ruinas todo un emblema poético. Pero no solo a los Hölderlin, Novalis, Goethe, Byron, Bécquer…, también cautivó a escritores renacentistas como Castiglione y Petrarca, o a ilustrados como Diderot. O incluso a nuestros autores del Siglo de Oro, como refleja el calderoniano «escollo armado de yedra». Una imagen constante en la obra pictórica de Turner, Caspar Friedrich, o en nuestro Luis Rigalt.

Aunque las ruinas sean bellas -como la arruga- no dejan de constituir un quebranto en términos de patrimonio histórico. Sin entrar en la vieja polémica entre restauración frente a conservación, o sobre las restauraciones que acaban malogrando el original, se hace urgente que las distintas administraciones tomen mayor conciencia de la trascendental importancia que tiene nuestro patrimonio cultural, en aplicación del artículo 46 de la Constitución Española. Una importancia intrínseca por su valor histórico-artístico y configurador de nuestra identidad nacional, pero también instrumental en términos de reputación internacional y de reclamo turístico. Si en algo España es una de las primeras potencias mundiales es en su patrimonio histórico-artístico -cuarta, según la Unesco-. La gestión española de pinacotecas -donde se combina con relativa armonía lo público y lo privado-, es magnífica y viene experimentando un gran empuje, siendo paradigmática la capital malagueña, o la madrileña, que está de enhorabuena por la reciente declaración Unesco del tramo Prado-Retiro. Pero no parece que ocurra lo mismo con la gestión de ese patrimonio abandonado y en amenaza de ruina a lo largo y ancho de España. Por no hablar del patrimonio inmaterial; todas esas costumbres populares, religiosas, gastronómicas, profesionales, etc., que se están perdiendo a veces sin tomar siquiera registros de ellas. Asignatura aquí pendiente es la declaración como patrimonio inmaterial de la Humanidad de la Semana Santa, o del Siglo de Oro, entre otras muchas.

Junto a las ya consumadas, hay construcciones históricas que amenazan ruina inminente. Como decía John Ruskin: «Cuidad de vuestros monumentos y no tendréis necesidad de restaurarlos». El número de edificios en ruinas o en abandono va en aumento. No hay más que hojear la espeluznante ‘lista roja de patrimonio’ que publica periódicamente Hispania Nostra.

Es igualmente llamativo que haya iglesias, conventos y castillos en venta a golpe de clic en portales inmobiliarios de Internet. Situación debida a la falta de vocaciones, que obliga a la reagrupación de religiosos, o bien porque la antigua iglesia de algún pueblo de la España vaciada se ha quedado sin feligreses. Todo un signo de los tiempos de nuestra era capitalista, en la que un inversor o una corporación adquieren una antigua iglesia para darle nuevo uso como hotel, discoteca, o incluso pista de patinaje con grafitis en las paredes (sic). Cierto es que estas iniciativas privadas han salvado varios de estos monumentos, como en su día los Paradores Nacionales impulsados por Fraga, pero sería deseable la incorporación de otros actores privados, como universidades o asociaciones civiles y religiosas que les dieran un uso más coherente con su historia. O también entidades financieras y fundaciones socio-culturales que impulsen el mecenazgo y patrocinio culturales. La alianza público-privada es crucial en este campo.

Las distintas administraciones públicas están haciendo un apreciable esfuerzo, pero la mies es mucha. Por su parte, conviene subrayar aquí la -literalmente- impagable labor que, desde hace milenios ha realizado la Iglesia católica en la conservación -y creación, no lo olvidemos- de la mayor parte del patrimonio español. En este sentido, es fundamental superar la mentalidad dialéctica Estado vs. Iglesia. Es sabido que las desamortizaciones decimonónicas supusieron, más allá del cortoplacista enriquecimiento de ciertos burgueses, una auténtica ruina -en su doble sentido- para el patrimonio español. Lejos de ello se hace necesario un pacto Estado-Iglesia a favor del patrimonio histórico español, sin desamortizaciones encubiertas, como denunciaron varios obispos ante la reciente propuesta de reforma de la Ley de Patrimonio de 1985.

Otro aspecto menos conocido es el del abandono u olvido de las casas que habitaron nuestras grandes glorias nacionales. El caso más ‘reciente’ es el de Velintonia, la casa del nóbel Vicente Aleixandre. Donde ciertas autoridades vieron «un conjunto de ladrillos» (sic) otros reconocemos el lugar donde reverbera el eco del verbo del poeta y donde su habitar y su laborar impregnaron dichos ladrillos, dando un nuevo significado a esa casa. Lo lógico sería que Velintonia fuera casa-museo, incorporando el archivo personal del poeta, actualmente en manos de la familia de Carlos Bousoño. Algo similar podría decirse de la casa de Calderón, en la madrileña calle Mayor, pendiente de ser casa-museo hace siglos, como denunció ‘La Esfera’ en 1914. En la Universidad San Pablo CEU hemos tenido que crear una beca de residencia a la espera de la iniciativa municipal, pues la normativa urbanística impide darle un uso cultural al inmueble de Calderón. Estas situaciones, más que declaraciones BIC, requieren, por parte de las administraciones, poner en juego normativas flexibles, iniciativas imaginativas con propietarios, inversores, y asociaciones civiles, así como idear fórmulas abiertas más allá de la mera compra pública, como podrían ser el consorcio público-privado, la titularidad compartida, alquileres con opción a compra, etc. Varias de estas casas se han salvado ‘in extremis’ por iniciativa de asociaciones civiles.

También los restos óseos de nuestras grandes glorias han sufrido el abandono o la pérdida: Calderón, Velázquez, Lope, Lorca, etc. Igualmente, aquí, donde unos ven carbonato cálcico, otros alcanzan a ver aquel «polvo enamorado», que dijera Quevedo. De hecho, diversas normativas tratan a los restos humanos -véanse las momias guanches-, como meros’“bienes muebles’. ¿Por qué no se otorga a estos restos humanos, antiguos o insignes, una dignidad y protección diferenciada en las regulaciones de Patrimonio Histórico? Recordemos que los restos del Cid, profanados por el ejército napoleónico, fueron diseminados por Francia, Rusia, Polonia, Alemania… Alfonso XII recuperó y depositó varios de ellos en la catedral de Burgos; e incluso Cela salvó en los setenta algún fragmento en posesión de una dama británica.

¿No sería hora ya de emprender seriamente las alianzas e iniciativas que fueran menester para recuperar, conservar y dignificar como se merecen estas reliquias y tesoros de nuestra España, salvándolos y salvándonos así de tan vergonzante ruina?


Pablo Sánchez Garrido es director del Centro de Patrimonio Cultural Español, Universidad San Pablo CEU

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