FHB entrevista a SONSOLES DIEZ DE RIVERA Y DE ICAZA, MBE, Vicepresidente de la Fundación Hispano Británica
Bienvenidos a un reguero de recuerdos divertidos, personalidades variopintas e imprevistos en banquetes, los de una Sonsoles Diez de Rivera activa, perfeccionista, trabajadora, elegante sin querer, ocurrente y, en la actualidad, decidida a aprender nuevas tecnologías porque ella no se aburre nunca. Para abordar todo lo que se propone recurre a su vena alemana, cuadriculada, y a la latina, esa de improvisar. La cuestión es arriesgar porque, como decía su padre, “si preguntas, te quedas de cuadra”. Ha sido, durante muchos años, la Vicepresidente Ejecutiva de la Fundación Hispano Británica.
ISABEL AIZPÚN
Junio 2024
Revisando las notas de la entrevista me encuentro varias veces con unos calcetines…
Sí, son aquellos calcetines que tuve que llevar hasta los 18 años porque en aquella época la vida social no empezaba hasta que te ponías de largo. Yo soy de aquellas niñas, pero yo ya tenía una estatura de muerte. En el colegio todas iban con unas medias de algodón y una liga de goma y yo estaba furiosa por tener que llevar calcetines cuando vestía de calle. Había estado en cama con una pulmonía varios meses y entré en la cama de niña y salí que casi no podía andar porque había estirado un disparate. Y mi madre decía que, a a pesar de mi estatura, había que ir con calcetín lo cual me daba mucha vergüenza. Entonces fui a mi padre y le dije: tengo que ponerme medias… fui con él y me compré mi primer sujeta medias y medias. Mi padre me adoraba y así pasé de niña a adolescente.
Así que, una vez despedidos los calcetines, empezó una nueva vida social
Yo no conocía a mucha gente de mi edad, pero, cuando cumplí 18 años, mi madre me empezó a dejar ir a los guateques. Me daban un poco de angustia porque no conocía a nadie. Mi madre, que iba a unos festejos en las embajadas que debían ser impresionantes, entraba en nuestro dormitorio, en pleno esplendor, con unos trajes maravillosos y yo veía lo que había que hacer cuando ibas a una fiesta. Entonces, me puse de largo con vestido de tul como el libro escrito por la hermana mayor de mi madre: “ Vestida de tul”. Era un traje de Balenciaga. No era el primero porque yo hice la primera comunión con un vestido suyo de organdí, que era un vestido de noche con jaretas reducido para mi tamaño que luego usó mi hija y mi nieta y ahora está en el Museo Balenciaga, solo hay otro en el Metropolitan de N.Y. Con 15 años Balenciaga me regaló otro de piqué blanco, y tengo foto con sandalias y calcetines al lado de una amiga mía de mi edad que llevaba medias y zapatos cerrados, y yo con calcetines…
¿Cómo era entonces la vida social que empezaba?
Yo crecí entre dos bellezas despampanantes: mi madre y mi hermana. Mi madre me decía que había que tener mucho cuidado si eres morena, porque, enseguida, el moreno hace sucio y por eso tienes que ir con el pelo impecable así que me untaban un pringue que le ponían a mi hermano que se llamaba Varon Dandy, la raya en medio y dos coletas. Y mi hermana, que era rubia, maravillosa, ojos claros, iba llena de bucles porque se decía que las rubias, si van despeinadas, hace mono. Toda mi vida he pensado: bueno, soy la fea, no tengo lugar entre estas dos. Para que se me vea ¿qué tengo que ser? Pues tengo que ser la más sorprendente, la más divertida, la más distinta, la más ocurrente, la más entretenida, y la más útil. Eso me encanta. Yo soy muy manitas.
Eso de manitas se entiende como una arregla todo…
Sí. Yo de mayor nunca he dado órdenes de hacer algo que yo no haya comprobado que sé hacer. Yo, si encañono, es porque yo encañono; si mando planchar camisas es porque sé planchar camisas. Yo friego estupendamente y no me importa nada. Mi madre llegaba a decir, pero tú ¿de dónde has sacado ese espíritu de asistenta? Porque claro, mi hermana, que era maravillosa, era totalmente inútil. Me llama un día y me dice: oye, tú que sabes de todo, ¿me puedes mandar a casa a alguien que me arregle unos chifletes en las ventanas? Y le digo: sí, ya voy. ¿Tú? Decía sorprendida… A mí siempre me han apasionado las ferreterías y las mercerías. Cuando iba con mi madre a los grandes almacenes de EEUU me paraba en la sección ferretería fascinada con aquellos destornilladores imantados maravillosos.
Así que estaba entre los destornilladores y Balenciaga…
Hubo un momento en que no me daba cuenta de que ya tenía un cuerpo de mujer. Mi madre, que admiraba mucho la belleza, se dio cuenta y eso fue mi catástrofe porque todas mis amigas iban con unos trajes de baño que se llamaban Orquídea, con faldita, pero mi madre mandó traer de Estados Unidos los trajes de baño de Esther Williams, apretados, sin faldita, y con quince años… parecía que tenía 18. Me empezaron a hacer trajes, de invierno, de verano. Balenciaga me regaló un traje a los 15 años que me hacía gorda y me parecía horrible. Un día, en casa, me puse el traje para que me viera y me mira, se le escurren las gafas y dice: tú no estás contenta, y le digo: no… Me dijo: pero es elegante… Y le dije: yo seré elegante cuando tenga 35, pero ahora tengo 15. Se rió y me dejó escoger otro.
Empecé a ser el perejil de todas las salsas. España empezaba a despegar. Había unos guateques fantásticos, con buffets espectaculares, con faisanes con plumas y con orquesta. Yo soy de la época del rock and roll, pero con orquesta, en vivo. Hasta que aparecieron hijos de embajadores y vinieron con tocadiscos y sándwiches y esas cosas. Y nos parecieron de quinta.
Entonces, todavía no se imaginaba que sería una experta en protocolo
Ahora nadie sabe muy bien qué es el protocolo. En mi casa comíamos todos los niños en la mesa principal. Nos reuníamos todos, mi padre y mi madre, un criado de frac y una doncella de comedor, estuviera quien estuviera desde Antonio el bailarín hasta el Príncipe Ataúlfo de Orleans, Dionisio Ridruejo, Miura o el torero Domingo Ortega con su mujer u Ortega y Gasset. Mi madre tocaba todas las teclas habidas y por haber y nosotros solo podíamos abrir la boca si se nos dirigía la palabra y entonces teníamos que saber cómo dirigirnos a las altezas reales o a Doña Carmen Polo que nunca comió en mi casa porque mis padres eran monárquicos, aunque fuera amiga de la cuñada de mi madre. Había que dirigirse a ella, pero mi madre prohibía que le llamáramos señora porque ese tratamiento era propio de altezas reales así que yo aprendí a hablar en impersonal: ¿Le gusta? ¿Quiere un poco más…? ¡Todo en impersonal!
¿Alguna visita le impresionó más que otras?
Me acuerdo de Ortega y Gasset porque su castellano era perfecto y su voz, muy sonora y masculina, aunque no entendía nada de lo que decía porque tenía quince años. Recuerdo estar sentada a su lado y él hablaba dándome la espalda sentado a la mesa del comedor con mi madre y, de repente, veo que pone un dedo índice delante de mí cara y, sin volverse, me dice: siento mucho no tener un ojo en este dedo… no me pareció el genio que se le suponía…
Más tarde ¿echó de menos aquellas comidas y aquellas tertulias?
Me casé muy joven porque a los 19 yo estaba en posesión de la verdad: lo blanco era blanco, lo negro, negro, el bien y el mal, no había nada en medio. Yo me consideraba mayorcísima… ahora es cuando dudo de todo. No hay negro ni blanco. Me encontraba muy mayor y me casé y tuve enseguida dos niños. Mi marido era muy complicado. Su familia tenía muchos negocios, pero, de repente, el padre se arruinó y en ese momento él, que era un doctor ingeniero muy inteligente se vino abajo y no lo pudo superar. Se acomplejó frente a mí y entramos en una época muy complicada. Tuve que separarme porque yo había decidido tragar y tragar, pero utilizó a los niños, les llevó a colegios malos; todo les afectó mucho. Acababa de morirse mi padre y entonces pensé: tengo que salir de aquí. Empecé a trabajar y descubrí que soy una buenísima vendedora y con gran poder de organización, concretamente trabajé en una empresa de mobiliario urbano y otra de hospitales llave en mano, consiguiendo grandes resultados.
Yo ya tenía la vena organizativa sajona, por las niñeras alemanas e inglesas, pero también tengo la improvisativa latina así que tengo las dos facetas. Soy cuadriculada, que es por la que me rijo normalmente, pero si eso me falla, improviso de miedo.
Eso fue un gran cambio de vida… ¿era como empezar de cero?
Era joven entonces; me parecía normal. Era muy entretenido; hasta que llegó un momento en que se cerraron esas empresas. Durante un tiempo me dediqué a cuidar a un tío mío que estaba en silla de ruedas y a organizar su casa como me encargó mi madre. Había polillas que yo creía que era una especie en extinción, pero no, porque estaban todas allí. Organicé aquella casa y cuando estaba desmontándola al fallecer mi tío, el Secretario de Estado de Cultura, de entonces, que me había visto trabajar y relacionarme, me llama un día y me propone que ocupe el puesto como responsable de protocolo del Museo del Prado. Había comprobado que no se daba el trato que se debía a la altura de las personalidades ilustres que visitaban el museo… Me gustaban los retos. Yo tenía 50 años y empecé mi época gloriosa.

Gloriosa ¿por las visitas ilustres, por conocer el propio Museo?
Porque enseñé el Museo del Prado a mucha gente interesante como al presidente Carter, uno de los más cultos que lo visitaron: todo el mundo quería ver Velázquez y Goya pero él preguntó por la obra del Greco. Madonna iba con su niña que iba con un chupa chups que intentaba dar a una de las Meninas y tuve que decirle que tuviera cuidado porque iba a pringar el cuadro…
El director del Museo del Prado, era un magnífico investigador, pero tenía agorafobia, no quería acompañar visitas y delegó en mí. Me hice acompañar por uno de los conservadores y fui aprendiendo anécdotas. Por ejemplo, yo les contaba a las visitas, ante el cuadro de la duquesa de Osuna, que se llevaba mal con la reina y para chincharla vistió a todo su servicio con un traje como el de que sabía que estrenaba la reina. Esas cosas les divertían y miraban más el cuadro.
Llegábamos al cuadro de la hermana de Felipe II, regente y reina viuda de Portugal y explicaba que era una señora muy pía, la única que ingresó en los jesuitas donde solo ingresaban hombres y que ingresó con el nombre de Hermano Mateo. Yo les contaba ese tipo de anécdotas que les gustaban y cuando venía alguien importante también me acompañaba un policía de seguridad. Al cabo del tiempo me dijeron que los de seguridad se peleaban por acompañarme porque presentaba un Prado mucho más divertido que el de los conservadores. Lo pasé maravillosamente. No estuve más porque el presidente del Patronato odiaba al Secretario de Cultura del Ministerio, y le sentó fatal mi nombramiento así que, un día que el Secretario estaba de viaje en el extranjero le dijo a Fernando Checa que me despidiera.
En cualquier caso, debió ser un tiempo que dio mucho de sí.
Lo cierto es que pasaban cosas curiosas. En una ocasión vino un ministro chino que quería ver el museo y me hice acompañar de un conservador experto en pintura italiana. En realidad, a los chinos la pintura italiana les importaba un pimiento; les chiflaban las mesas de piedra dura que había en el Prado y se fijaban maravillados en esas mesas mientras les explicaban las Gracias de Rubens. Aunque esas también les interesaron en cierta ocasión… Llevamos allí a un chino altísimo, grandísimo, que resultó no ser la personalidad invitada sino su guardaespaldas. Le llevamos a ver las Tres Gracias de Rubens que se estaba restaurando y, de repente, vemos al coloso que dirige las manos, directamente, al trasero de las gracias. Le tuvimos que decir que eso no se toca.
Recuerdo también que se iban a trasladar las oficinas y se compró un edificio enfrente que hubo que reformar. Las inauguraba el rey Juan Carlos y encargué tapices y urgía para el día siguiente poner una lápida conmemorativa para que el Rey la descorriera, y nadie había pensado en ello. Me llamaron, y lo conseguí, y al día siguiente el Director me preguntó que cómo lo había conseguido, y le pregunté si le había gustado y, al ver su cara, le dije: parece un poco mortuoria ¿no? ¡La he encargado en el cementerio!
Por lo de la vena latina…
Ahí funcionó mi improvisación latina. Era la única manera de tener una lápida de un día para otro y que un escultor tuviera tiempo de esculpir la definitiva.
Recuerdo que el edificio había que reformarlo entero. Un día se anunció que el Rey iba a inspeccionar las obras, y había que tener una vista desde algún sitio del Museo para ver el edificio desde enfrente.
Cuando todo estaba listo, se dieron cuenta que solo se podía subir en un ascensor externo y los de Seguridad se negaron así que descubrí que desde una ventana de poca altura, se podía acceder fácilmente a una terraza del Museo y tener una vista completa de todo el edificio de enfrente. Yo lo probé primero junto con los de protocolo que se escandalizaron porque el Rey tenía que dar un pequeño salto ¡a través de una ventana! pero yo sabía que le divertiría y, efectivamente, así fue. Le dije: Señor no quieren que salte por una ventana que tengo preparada y me contestó: ¿Dónde está que allá voy?
En otra ocasión había que acondicionar una sala porque venía un jefe de estado que quería ver los Tiziano y querían que firmara en el libro en una mesa que había que mover de sitio. Cuando ya iban a llamar a unas mudanzas, cogí la mesa, la moví y listo. Yo dije ¿mudanzas? Así aprendieron vigilantes y otros que Sonsoles hace las cosas y siempre me echaban una mano.
Yo entraba por la parte de abajo y ya tenía confianza con los vigilantes, hasta me avisaban si tenía una carrera en la media… Un día entré con el Director, que iba detrás de mi y, como siempre encogido y con la cabeza baja, y le preguntaron ¿usted quién es?… Era una persona que sabía mucho pero muy tímida, siempre sentado en el despacho.
Lógicamente, cualquier persona a la que tuviera que atender sería interesante
Un día vinieron los Grandes Duques de Luxemburgo y sí aprendí una cosa interesante con ellos porque traían prismáticos que utilizaron para ver los cuadros, especialmente unos paisajes de Patinir. Me los dejaron y me pasó lo que a Alicia en el País de las Maravillas: entré en el cuadro. Aquello cogió volumen y profundidad y fue tal experiencia que ahora voy a ver Museos y catedrales con prismáticos. Probad un día a ver un paisaje con prismáticos.
En resumen, el paso por el Prado fue una época gloriosa
La verdad es que me hice mujer en El Prado. ¡Cómo lo pasé!
Pero esperaban otros proyectos con protocolo complicado
Pasé a la Sociedad Estatal para los centenarios de Felipe II y Carlos V. Era una época de esplendor, de exposiciones maravillosas. La más importante fue la de Carlos V, en Toledo, para la cual el Rey de España convidó a todos los jefes de estado y reyes de los territorios que en su día estuvieron bajo el reinado de Carlos V. Me fui a Toledo a vivir para organizar ese almuerzo más el de los séquitos, médicos, un total de 500 personas. Me fui a estudiar lo que comían en la época de Carlos V y organicé con el chef una comida de aquella época. De primero, manjar blanco, una espantosa mezcla, hecha con almendras y no sé qué cosas, una exquisitez de aquella época. Había dos tipos: de diario y de semana santa. Decidimos hacerla como ensalada con pollo, lechugas y una mayonesa blanca, sin yemas, solo con las claras y la pusimos con almendras. Aquello me recordaba que en mi época había un pegamento que se llamaba pelikanol que se hacía con almendras. Pegaba estupendamente. El caso es que de segundo plato elegimos perdices estofadas y, de postre, mazapán.
Hice el centro de mesa al estilo de Arcimboldo: frutas, verduras… llamé a Duarto Pinto de Coelho e hicimos vajillas en Talavera, cristalerías de vidrio soplado y manteles de hilo bordeados de bolillos. Me divertí. Aquellos días no me fui al parador sino a una pensión donde me llevé a mi presidente que, al principio, estaba muy sorprendido de estar allí, pero le dije: tienes una cama, un cuarto de baño, un desayuno, todo muy limpio, todo un poco abacial, pero al lado de la exposición. Eso es lo que nos hace falta, algo mucho más cómodo y lo entendió.
Allí aprendí que la gente se deja mandar si tú les mandas; lo que no puedes es ir dubitativa. Recuerdo que el día que se inauguraron las salas nuevas del Museo del Prado y acudió el barón Thyssen porque había dado unos cuadros y, aunque sabía que no estaba permitido, quería estar en la sala de los conservadores, tuve que ir y decirle que se retirara porque ahí no estaba permitido estar. Y se fue sin ningún protocolo ni problema.
Así que el protocolo ¿tiene algo de autoridad?
Lo que no puedes hacer es ir pidiendo perdón. Lo tienes que tener muy claro. El que pide permiso se queda de cuadra, decía mi padre.
¿Por qué no hablamos también de elegancia, de la de antes y la de ahora?
La humanidad ha buscado siempre su comodidad, su placer, lo bello, en la música, en la pintura. Se trata de que te diga algo y te haga sentir bien, pero estamos en la época del feísmo. Vamos a ver si te hago vomitar con ese cuadro que no puedes mirar; a ver si te inquieto con mi ropa. La moda es espantosa, la gente no se sabe vestir. Hasta las más elegantes llevan unas ropas muy bonitas, pero no son para ese momento. Ves trajes preciosos, pero son de cóctel, no de mañana. Qué hacen con esos escotes o esas colas tan largas. No sirven esos trajes.
La elegancia es algo que, si quieres aprenderlo, lo aprendes. Estoy harta de que me digan tú que eres tan elegante… A ver, yo hoy llevo puesta una camisa de Marks&Spencer, el pantalón es de un mercadillo de Asturias, las botas son de internet y la chaqueta es del Rastrillo de Nuevo Futuro. Se trata de saberlo llevar. Yo tengo una cierta fama de estirada, pero no es porque sea estirada es que voy tiesa porque me han enseñado a ir derecha. Mi abuela nos enseñó que una señora no se recuesta nunca y se murió así con 92 años. Decía que una mujer recostada es que está pidiendo guerra.
¿Y qué futuro ve para la moda y los protocolos?
Yo quiero que haya un más allá porque quiero meterme en el más allá a fisgar, no a ponerme en una nube con una lira. Quiero ver lo que pasa en escasos 50 años. Tenemos tal bombardeo de información que es muy difícil acordarse de tantas cosas.
Y ¿Cuándo aparece la Fundación Hispano Británica en su trayectoria?
Me localizaron Pedro Schwartz y su mujer, el año en que decidieron dar una cena baile en el Ritz algo que yo consideraba muy difícil porque en España no había recorrido de pagar para ir a un baile. En España se invitaba. Aprendí mucho en la época de Felipe de la Morena, un auténtico señor, una persona elegante por fuera y por dentro que sabe comportarse en los distintos sitios y ambientes. Se las sabía todas. Sustituí lo del baile por traer una orquesta al Museo del Prado en un evento privado. Yo soy Sagitario y deslenguada así que pedí que o venía St Martin in the Fields o no hacía nada. Y, sorprendentemente, vino. Roger Fry nunca me ha dejado irme, aunque he dimitido varias veces. Pero en este momento, ya me gustaría ponerme una toquilla, una mantita, un brasero, tener un loro y mi ganchillo.
Se va a aburrir… Después de tanta actividad y lograr la distinción de MBE, la Cruz de Isabel la Católica, de ser vicepresidente ejecutiva de la Fundación Cristóbal Balenciaga y miembro del Patronato y vicepresidente de la FHB…
Yo no me aburro nunca. Ahora aprendo itañol, he descubierto ChatGPT. Además, siempre quedan los toros. Estoy abonada a las Ferias de Sevilla, San Isidro, San Sebastián y Bilbao. He escrito durante algunos años artículos de las corridas de Bilbao en Diario 16 y un capítulo del libro de las estampas taurinas de la Maestranza de Sevilla sobre el vestido de torear, un tema del que, curiosamente, no existe gran cosa.
¿Qué propone ahora a la Fundación Hispano Británica?
Ha habido un impasse de unos años y ahora, con la nueva presidente, estamos en un momento de efervescencia con grandes e interesantes proyectos.
