Por imperativo geográfico y comercial, el Reino Unido tendrá cierta ascendencia o poder blando en sus relaciones con la UE
EDUARDO BARRACHINA
Viernes 27 noviembre 2020
Allá por los años sesenta, Reino Unido todavía mantenía un pálpito de grandeza imperial, como una inercia melancólica de los tiempos en que Londres nombraba comisionados en Nairobi, gobernadores en Melbourne y virreyes en Calcuta. Ante los “vientos de cambio” que, en aquellas certeras palabras de Macmillan en 1960, iban a llevarse por delante dominios y colonias durante esa misma década, Henry Kissinger profirió una sentencia que el tiempo ha elevado a admonición: “el Reino Unido debe buscar su futuro en Europa y no en los Himalayas”.
De cómo se ve una nación a sí misma depende su proyección exterior. En 1874, Gladstone advertía vehemente que la mejor política exterior “es un buen gobierno en casa”. El desgaste del modelo económico de posguerra sumió a un Reino Unido, ya agotado, en una crisis devastadora que obligó al país a recurrir al FMI y a bancos centrales, a retirar sus contingentes militares en Oriente Próximo, Malasia y Singapur e incluso a devaluar la libra esterlina. En ese contexto de gravísima crisis económica, el 17 de octubre de 1968 la Oficina de Asuntos Coloniales fue clausurada. Y así, simbólica y discretamente el Reino Unido volvía su mirada hacia Europa. El sol del Imperio se acabó poniendo en Bruselas. Los primeros ministros Macmillan y Heath, ambos conservadores, lo entendieron de inmediato. Aquel destino imperial fue reemplazado oficialmente en 1973 por un nuevo proyecto europeo, nunca del todo cuajado. El ingreso en la entonces Comunidad Económica Europea sustituyó el andamiaje intelectual imperial por el europeo. Paradójicamente, fue Europa quien permitió al Reino Unido forjarse una existencia postcolonial. Tiene un punto de ironía pensar que las Comunidades Europeas se convirtieron, ante el vacío dejado por el fin del Imperio, en el mejor asidero geopolítico y económico para el Reino Unido. Jingoísmos aparte, el ocaso imperial traía consigo la necesidad de buscar alternativas a lo que había sido un mercado cautivo.
Es tan común hablar de la insularidad del Reino Unido que solemos soslayar su vocación resueltamente global. Tras el Brexit, su influencia geoestratégica está garantizada. Continuará en el Consejo de Seguridad, en la OTAN, en el G7, el G20, en el Consejo de Europa y en otras organizaciones. Sigue siendo la sexta economía del mundo, goza de instituciones políticas sólidas y, como observara con irritación De Gaulle, no es una isla aislada, al contrario, está conectada con todo el planeta.
La presencia global de Reino Unido, sin embargo, debe reformularse por segunda vez en apenas medio siglo. Si la visión imperial y la pertenencia europea articularon su modo de ser en el mundo, el Brexit sitúa a Reino Unido ante un vacío: al contrario que el Imperio, Europa no tiene un sustituto claro.
Para llenar de contenido esa incógnita, el Gobierno británico ha formulado el concepto de “Global Britain” bajo el cual se traza una estrategia que garantice la influencia del país y facilite centrarse en sus tres áreas de interés: EE UU, Europa y la región indo-pacífica. Por lo general, la estrategia, aún poco concretada, descansa en desarrollar el comercio en otras áreas geográficas, con la extraordinaria paradoja de que el Brexit inevitablemente levanta barreras, arancelarias o no, con la Unión Europea. Haciendo el Brexit se deshace la unión aduanera de 450 millones de personas. La UE es el socio comercial más importante del Reino Unido. Aunque haya gesticulación política por posibles acuerdos de comercio con Nueva Zelanda o Australia, el impacto económico de tales acuerdos es irrelevante.
En realidad sabemos muy poco o nada sobre cómo será la futura relación con la UE. Como el zahorí, sólo podemos intuirlo. No es plausible que un acuerdo completo de libre comercio vaya a lograrse en los próximos días. Su relación con Europa no va a ser fácil porque, adviértase, la negociación del Brexit empieza —no termina— el 1 de enero de 2021. Los próximos años vendrán irremediablemente marcados por todas las complejas negociaciones pendientes, los esfuerzos de los Gobiernos y empresas por adaptarse al nuevo marco y es de temer, por posibles desencuentros. Pero por imperativo geográfico y comercial el Reino Unido tendrá cierta ascendencia o poder blando en sus relaciones con la UE.
Su política exterior, más allá del continente, ha tenido siempre dos palenques, su relación con EE UU y la Commonwealth. Tradicionalmente, el Reino Unido ha ejercido en las últimas décadas de puente entre EE UU y la UE. No en vano, desde siempre, EE UU animó al Reino Unido a que ingresara en el mercado común, de modo que los valores anglosajones estuvieran representados. Pero ese papel será difícil de mantener pues no sólo la relación con EE UU es hoy menos “especial” sino porque su futura relación con Europa vendrá empañada por la ausencia de firmes atalayas desde las que poder influir. Y el reciente triunfo de Biden en EE UU, claramente proeuropeo, hace pensar que esa relación tan especial va a cambiar. La Commonwealth, aunque goza de relativa buena salud, representa a un tercio de la población mundial y a una quinta parte del comercio internacional, no es un centro de poder ni tiene influencia decisoria alguna en los asuntos internacionales.
El nuevo liderazgo británico en el mundo será fruto de un proceso determinado por los acuerdos comerciales con EE UU y la UE (los dos únicos que importan), la importancia de Londres como centro financiero y el mantenimiento de su unidad nacional. Londres no es sólo la capital financiera de Europa donde obtienen financiación la mitad de las grandes empresas europeas. Tiene también una vis atractiva para muchos de sus exterritorios. Es el destino en el que los inversores de todo el mundo encuentran cómodo solaz bajo un Estado de derecho sólido tutelado por los tribunales de justicia más prestigiosos del mundo.
Aunque el desarrollo de la economía digital, que la covid- 19 ha estimulado, facilitará los planes de la estrategia Global Britain que el Gobierno británico está diseñando, el país tiene como reto inmediato —al igual que otras naciones— recuperar la credibilidad por una gestión irregular de la covid-19 y una interminable negociación del Brexit. Sin embargo, aquellos persuadidos por la tentación de mirar con desdén su porvenir, no deben olvidar que es un socio comercial fundamental para Europa y en especial para España (uno de nuestros principales inversores), un país con un área de influencia propia y un aliado imprescindible en seguridad, terrorismo y defensa del Estado de derecho. Cuenta también con unas instituciones extraordinariamente elásticas que han podido soportar toda la presión de los últimos cuatro años y una comunidad académica y científica que atrae una buena parte del talento mundial. Insular sí, pero no aislado.
Desde el referéndum del Brexit la nación británica ha deambulado algo desnortada; todavía de mudanza, sigue sin resolver su nuevo papel en el mundo. Su situación política
interna de los últimos años, algo zigzagueante se lo ha impedido. Reajustar la presencia en el mundo requiere de algo más que virtudes tan británicas como la flexibilidad o el pragmatismo. Al tiempo, los estragos en su política interna nos hacen pensar si el viejo Gladstone no tendría razón. Y acaso la nación británica, que se ha visto en esta tesitura en otras ocasiones lo intuya, y sospeche que al final, acabará por encontrar su sitio. Como fuere, cuando el 1 de enero de 2021 se alcen perezosas las esclusas de un nuevo capítulo de su historia, el Reino Unido no sólo tendrá que reajustar su liderazgo, sino también reformular su relación con la UE.
EDUARDO BARRACHINA ES PRESIDENTE DE LA CÁMARA OFICIAL DE COMERCIO DE ESPAÑA EN EL REINO UNIDO, ABOGADO Y SOLICITOR.