XXIV FORO HISPANO BRITÁNICO
«Historia de las relaciones hispano-británicas en la Edad Moderna y Contemporánea»
DRA. MARÍA LARA MARTÍNEZ
Profesora de Historia Moderna y Antropología, UDIMA
Historiadora del programa “Todo es mentira”, en Cuatro
Escritora, Premio Algaba
Resumen
Uno de los capítulos más trascendentales de la Historia lo constituye el ámbito de la negociación diplomática entre las monarquías hispánica e inglesa en los siglos XVI y XVII. Al factor de la guerra clásica, como lucha entre ejércitos y armadas, se unió un nuevo frente en el campo de la Geoestrategia, y fue la necesidad por parte de España de afrontar los asaltos de piratería mediante la fortificación de las costas.
En esta investigación, explicaremos las diferencias en la terminología sobre el corso como fenómeno histórico para a continuación analizar el papel de la reina Elizabeth I en dichas operaciones y su reflejo en la producción cultural española del Siglo de Oro.
Palabras clave
Edad Moderna, Piratería, Realeza
Abstract
One of the most important chapters in History is the field of diplomatic negotiation between Spain and England during the 16th and 17th centuries. Apart from the classical war, Spain had to fortify its coasts due to the assault of piracy. In this paper, we will analyze the role of Queen Elizabeth I in these operations. Later, we will explain the differences in the terminology about piracy as a historical phenomenon. In addition, we will examine the reflection of the naval warfare in the Spanish cultural production of the Golden Age.
Keywords
Modern Age, Piracy, Royalty
1. Españolas en Inglaterra
Dentro de los pactos diplomáticos que los Reyes Católicos intentaron establecer a través de los matrimonios, su última hija, Catalina, fue casada con el príncipe heredero de la corona de Inglaterra, Arturo Tudor, que era el hijo mayor de Enrique VII. Pero, a la muerte de Arturo, pronto le buscaron marido en su hermano menor, Enrique VIII, el nuevo monarca.
Las crónicas describen a Enrique como un hombre corpulento, pelirrojo, aficionado a la caza, al tenis y a la música. Tenía una gran capacidad para las lenguas. Pero, desde el punto de vista moral, era egoísta y cruel.
Fue un momento muy amargo para Catalina que Enrique la repudiara. Mediante el Acta de Supremacía (1534), Enrique rompería con Roma para fundar la Iglesia anglicana. En 1535 el humanista Tomás Moro fue acusado de alta traición y ejecutado por no prestar el juramento antipapista, ya que no aceptaba el documento que declaraba al soberano como cabeza de la nueva Iglesia; hoy el autor de Utopía está canonizado.
La vida de las 5 mujeres consecutivas de Enrique VIII estuvo llena de sobresaltos: Ana Bolena, Jane Seymour, Ana de Cleves, Catalina Howard y Catalina Parr. Ana Bolena y Catalina Howard fueron asesinadas en la torre de Londres, Jane Seymour murió de postparto y el mismo Enrique la enterró, de la princesa Ana de Cleves se divorció, y la última esposa sobrevivió a Enrique VIII, quedándose al cuidado de sus hijos.
Catalina de Aragón, que nació en Alcalá de Henares el 16 de diciembre de 1485, falleció en el castillo de Kimbolton el 7 de enero de 1536. La reina fue mecenas del Renacimiento pero, ante el repudio, fue obligada a confinarse en un solo cuarto (del cual salía solo para asistir a misa), llevaba el cilicio de la Orden de San Francisco y ayunaba continuamente.
Se le permitían visitas ocasionales, pero le estaba prohibido ver a su hija María, la única que sobrevivió de los 6 embarazos que tuvo. Murió en brazos de María de Salinas, conocida como Lady Mary Willoughby o Lady María Willoughby, una noble española que acompañó a Catalina como dama de honor cuando se fue a Inglaterra. A pesar de los vetos de Enrique VIII, que trató de separar a las dos amigas, cuando la salud de Catalina comenzó a deteriorarse, María había podido entrar en secreto en el castillo el 5 de enero de 1536.
2. Felipe II, rey de Inglaterra
El legítimo hijo y sucesor de Carlos V, Felipe II, fue desde 1556 hasta 1598 la cabeza visible de un imperio en el que no se ponía el sol aunque, tras retirarse a Yuste, quedó claro que uno sería el destino de Alemania y otro el de España, de ahí que Fernando I, el otro vástago de Juana la Loca, recibiera la herencia centroeuropea, volcándose Castilla en las sembraduras y en los océanos.
Felipe continuó las pautas de su padre si bien creció sin la presencia del mismo, enfrascado en las batallas. Esta distancia pudo marcar a perpetuidad su carácter. Había nacido en Valladolid en 1527, era un rey castellano desde la cuna que, tras instalarse en Madrid, mandaría erigir el monasterio de El Escorial. La timidez, identificada como frialdad, sirvió al monarca para ocultar sus inseguridades.
Carlos V estimaba necesaria una alianza con Inglaterra por razones estratégicas y mercantiles y convenció al todavía príncipe para que se casara con la reina María Tudor, de 37 años de edad y diez años mayor que él. María era tía de Felipe por ser hija de Catalina de Aragón.
El 25 de julio de 1554 (2 días después del primer encuentro en persona) se celebró en la catedral de Winchester. Para elevar a su hijo (todavía príncipe) al rango de su cónyuge, Carlos V cedió a Felipe la corona de Nápoles, así como su derecho al reino de Jerusalén. Por tanto, María se convirtió en reina consorte de Nápoles y de Jerusalén al momento de casarse y él pasó a ser consorte del reino de Inglaterra.
Al finalizar la ceremonia fueron proclamados: “Felipe y María, por la gracia de Dios, rey y reina de Inglaterra, Nápoles, Jerusalén, Irlanda, defensores de la Fe, príncipes de España y Sicilia, archiduques de Austria, duques de Milán, Borgoña y Brabante, condes de Habsburgo, Flandes y el Tirol, en el primero y segundo año de su reinado”.
Las cláusulas de los esponsales eran muy severas para garantizar la independencia del reino de Inglaterra. En primer lugar, España no podía solicitar ayuda bélica ni económica a Inglaterra. Además, se pedía expresamente que se intentara mantener la paz con Francia. Durante el tiempo en que permaneció en Londres, Felipe no participó en las decisiones del Consejo Real.
Acerca de las circunstancias que pudieran sobrevenir en el futuro, se indicaba que si el matrimonio tenía un hijo, se convertiría en heredero de Inglaterra, de los Países Bajos y de Borgoña. Si María fallecía siendo el heredero menor de edad, la educación correría a cargo de los ingleses. Si Felipe fenecía, María cobraría una pensión de 60.000 libras al año, pero si María era la primera en desaparecer, Felipe debería abandonar Inglaterra renunciando a todos sus derechos sobre el trono. También hubo maniobras para casar con María Estuardo a don Juan de Austria, el bastardo de Carlos V, aunque en este caso no hubo éxito.
Carlos V había pedido al duque de Alba que vigilara el comportamiento de su hijo en Inglaterra. El príncipe Felipe hizo todo lo posible por agradar desde que llegó a las islas. Comió en público y bebió cerveza (costumbres que no le gustaban), practicó el inglés en su primer encuentro con María (aunque como él apenas conocía este idioma se comunicaban en una mezcla de español, francés y latín) y besó a la reina en la boca y en la mejilla, una tradición inglesa inconcebible para los españoles. En la boda, Felipe llegó incluso a aceptar que María se sentara en un trono más elevado. Pese a todos estos cuidados, hubo incidentes en las calles de Londres, asaltos y robos a los españoles e incluso un atentado contra él en marzo de 1555. Sin embargo, los embarazos de María Tudor resultaron psicológicos y no tuvieron descendencia común.
Felipe apenas residió en Inglaterra como rey consorte, ya que en 1556, con la abdicación de su padre, recibió Castilla (incluidas las Indias), Aragón, Sicilia, Cerdeña y los territorios borgoñones. Enferma de gripe desde agosto e inmersa en una depresión, María falleció el 17 de noviembre de 1558 y la sucedió su hermana Isabel, a la que Felipe II reconoció de inmediato.
La muerte de María y la llegada al trono inglés de su hermanastra Isabel I, la apodada Reina Virgen, varió el panorama de las relaciones internacionales. Isabel ofreció su apoyo a los calvinistas y animó los ataques de los piratas ingleses contra los navíos españoles en el Atlántico.
A diferencia de Carlos V, que como anticipábamos se desplazaba en persona al campo de batalla, Felipe fue un rey burócrata y secretario, que estuvo pendiente de todos los asuntos de gobierno. Puesto que la información reduce la incertidumbre en la toma de decisiones, quiso contar con datos precisos de todos los espacios regidos por su cetro. De esta manera, surgieron las Relaciones Topográficas, sobre las ciudades, villas y aldeas de la Península, y las Relaciones Geográficas de Indias.
También fueron padre e hijo diferentes en cuestiones del corazón. Carlos V había tenido una sola esposa, Isabel de Portugal. Por su parte, Felipe II se casó 4 veces: con Mª Manuela de Portugal, con María Tudor, con Isabel de Valois y con Ana de Austria. Sin embargo, no engendró ningún ilegítimo. De su descendencia habría que destacar la máxima confianza depositada en sus hijas, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, secretarias y consejeras por su esmerada formación y buen criterio.
Burócrata y protagonista de la Leyenda negra, Felipe II desmintió con la lógica de los acontecimientos esa nefasta sombra con saña divulgada en pasquines por toda Europa y recopilada con tal denominación en la historiografía a partir de 1913 por Julián Juderías. Esta categoría engloba las supuestas manipulaciones, exageraciones o falsificaciones de los procesos históricos que han acabado adjudicando, individual y colectivamente, a España, más que a otras naciones, atributos de crueldad, intolerancia, codicia, tiranía o afición por los espectáculos bárbaros.
Sin ser el fanático que han dibujado sus enemigos, la profunda religiosidad y la visión mesiánica de sí mismo que ostentaba Felipe II costaron al Imperio varias derrotas ya que, como en la empresa inglesa, el soberano dejaba muchos factores a la suerte y a la asistencia divina.
3. Elizabeth y la guerra
Elizabeth I, la soberana que ejercería de interlocutora del corsario Francis Drake, nació en 1533 y murió en 1603. Aunque era princesa desde la cuna por ser hija de Enrique VIII, cuando tenía 3 años, al ser ejecutada su madre, Ana Bolena, Isabel fue declarada hija ilegítima.
Sin embargo, tras la muerte de sus hermanos Eduardo VI y María I, Isabel ascendió al trono. Fue reina de Inglaterra e Irlanda desde el 17 de noviembre de 1558 hasta el día de su muerte. Isabel fue la quinta y última monarca de la dinastía Tudor. Se esperaba que contrajera matrimonio pero, pese a varias peticiones del Parlamento, nunca lo hizo. En la segunda mitad del siglo XVI el país estaba dividido por cuestiones religiosas pero, sin embargo, tuvo un gran esplendor cultural, con figuras como William Shakespeare.
En los archivos españoles se puede seguir el rastro a la tensa correspondencia en época de Isabel I de Inglaterra. De una fecha aproximada a 1560 se conservan en el Archivo General de Simancas avisos de Venecia sobre la situación en Escocia donde Isabel I había sitiado a los franceses que estaban en los castillos. De 1569 es la proclama que anuncia las represalias dictadas por Isabel contra los súbditos españoles por las medidas tomadas ante los mercaderes ingleses en Flandes. En 1570 en Bruselas se emitió copia de la carta sobre la devolución del dinero y las mercaderías que tenía bajo confiscación la reina de Inglaterra a ciertos españoles. De 1592 data la copia de la carta de Isabel a la república de Génova, exponiendo sus ofrecimientos y solicitando tratamiento de cristianísima. Eran tiempos en que las relaciones internacionales estaban marcadas por el signo de la guerra.
La antipatía que en España generaba Isabel aumentó notablemente en 1585 cuando llegó la noticia de que su corsario favorito, Francis Drake, elevado a “sir”, había desembarcado en Galicia, destrozando imágenes religiosas, maltratando a clérigos y capturando numerosos rehenes. En Madrid, un mes después, un ministro se lamentaba de que “la reina de Inglaterra nos haga la guerra de forma tan descarada y deshonesta, y que nosotros no podamos vengarnos”.
El corso afectaba de manera directa a las Indias gobernadas por la monarquía hispánica. En el Archivo General de Indias, en Sevilla, se custodia una unidad documental de 1575-1587 sobre la Real Armada con papeles acerca de la invasiones y de los robos que hizo el corsario inglés Francisco Drake en las costas del Mar del Sur.
A partir de 1585, la hostilidad con Inglaterra fue patente. Desde la isla de Wight, situada enfrente de Southampton, era frecuente el hostigamiento a las naves flamencas y castellanas. Esta situación afectaba profundamente al libre comercio local y, por ende, a la exportación de lana de la Mesta. Felipe II concibió la idea de la Felicísima Armada en su residencia habitual del monasterio de El Escorial. La invasión de Inglaterra se justificó con dos propósitos: derrocar a Isabel I y reponer el catolicismo local representado por la escocesa María Estuardo, aunque esta última sería condenada a muerte por la reina antes de cumplir los 45 años.
El 26 de enero de 1586 Felipe II le encomendó a Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, reunir una escuadra para proteger Galicia, Portugal y Vizcaya. La incursión de Drake en Cádiz retrasó la formación, pero los últimos meses del almirante que había ideado la infantería de marina para realizar operaciones anfibias transcurrieron entre abnegados preparativos.
En medio de grandes fastos, la flota fue bendecida por el arzobispo de Portugal en abril de 1588. Bazán murió el 9 de febrero de 1588 y el relevo lo tomó el duque de Medina Sidonia, descendiente de Guzmán el Bueno. El nuevo comandante en jefe, casado con la hija de la princesa de Éboli, Ana Gómez de Silva y de Mendoza (dio nombre al espacio natural de Doñana) jamás aceptó de buen grado la misión alegando inexperiencia en asuntos marítimos, pero Felipe II le recordó en una carta de donde procedía su guerrero linaje.
Con 130 naves y 27.000 soldados la flota zarpó de La Coruña el 12 de julio. De acuerdo a la estrategia de Felipe II, la Armada debía navegar por el canal de la Mancha y encontrarse en los estrechos de Dover con las fuerzas españolas estacionadas en Flandes. Tenía entonces que dar escolta a una parte sustancial de los Tercios, embarcados en lanchas hasta la playa de Kent. Desde ese momento toda la operación se pondría bajo el mando supremo del sobrino del rey, Alejandro Farnesio, duque de Parma. Ya se presuponía que el desembarco en algún lugar del Támesis y el asalto de Londres no eran metas fáciles, mas existía en el Rey Prudente una enorme confianza en la hueste marina congregada.
A primera hora del 29 julio, el duque convocó un consejo de guerra en el buque insignia de la Armada, el San Martín, donde algunos oficiales como Miguel de Oquendo, Pedro de Valdés y Juan Martínez de Recalde –la vieja guardia de Álvaro de Bazán– propusieron atacar a Drake en el puerto, como había hecho él en Cádiz un año antes, lo que posiblemente habría supuesto el triunfo para los españoles.
Sin embargo, bajo la influencia de Diego Flores de Valdés, Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y Zúñiga decidió dirigirse a los Países Bajos sin mediar combate con los británicos. La defectuosa cartografía portada por los españoles fue el golpe de gracia para una travesía a ciegas por las escarpadas costas de Escocia.
Las tempestades hicieron de la gigantesca expedición de 1588 un rotundo fracaso. Actualmente, Irlanda mantiene varios cementerios que alojan los restos de aquellos soldados españoles, cuyas naves, en un número aproximado de 40, encallaron en las costas del oeste. La anécdota vino con la patata, pues a los fieles de san Patricio les correspondió la suerte de conocer este nutritivo tubérculo que los castellanos habían traído de América a partir del naufragio de los galeones.
Hacia 1589 Isabel I “conmemoró” la derrota de la armada española con un retrato de autor anónimo, donde ella sitúa su mano derecha sobre el globo terráqueo, en ademán de su poder mundial, y los barcos aparecen de fondo.
4. La guerra del mar
Los términos pirata, corsario, filibustero y bucanero son empleados frecuentemente como sinónimos. Realmente la actividad de todos ellos se desarrollaba en el mismo medio, el mar, y los efectos de su “trabajo” también fueron coincidentes, en tanto que vinieron a colapsar el comercio ordinario de las metrópolis europeas con sus colonias. Aún así, existen entre estas categorías diferencias que es preciso señalar.
4.1. ACLARACIONES TERMINOLÓGICAS
El pirata era un sujeto apátrida, que actuaba por cuenta propia, sin reconocer pabellón nacional alguno. A diferencia del pirata, personificado en Barbanegra en el siglo XVIII, el corsario no luchaba contra el sistema, sino que contribuía a su afianzamiento pues actuaba bajo las órdenes de un soberano, con el que después se repartía el botín de acuerdo a las cláusulas fijadas en la patente de corso y, lógicamente, estaba obligado a respetar los buques de la nación que lo contrataba. En los inicios de la piratería americana, en el siglo XVI, Drake puede ser considerado el arquetipo del corsario en tanto que, cada vez que atacaba un buque o una ciudad española, lo hacía con la bandera inglesa y en nombre de la reina Isabel I.
Por su parte, el término bucanero procede de bucan, que era una forma indígena de preparar la carne asada. A partir de 1623 los bucaneros, los que ahumaban así la carne en zonas con mucho ganado cimarrón, como la parte deshabitada de La Española, se dedicaron a la piratería, de manera que constituyeron un fenómeno exclusivo del Caribe durante el segundo y el tercer cuarto del siglo XVII.
Prácticamente a un tiempo que los bucaneros, concretamente en 1630, aparecieron los filibusteros en la isla de la Tortuga, los cuales desarrollaron su actividad hasta 1680 como piratas semidomesticados. La diferencia entre estos dos últimos grupos radica en que mientras que los bucaneros actuaron en el Caribe como piratas independientes, los filibusteros fueron utilizados por las potencias enemigas de España en el Atlántico y en el Pacífico. El más célebre de los filibusteros fue sir Henry Morgan, ante cuya defunción, acaecida en Jamaica el 25 de agosto de 1688, el duque de Albemarle, que era el gobernador, ordenó la celebración de solemnes exequias.
4.2. LOS CORSARIOS
A raíz del Tratado de Tordesillas (1494), mediante el que españoles y portugueses se repartirían el Nuevo Mundo con el beneplácito del papa Alejandro VI, los franceses se lanzaron a la piratería. En 1521, a las órdenes de Juan Florin, los piratas franceses tomaron parte del “Tesoro de Moctezuma”, el conjunto de las riquezas que Hernán Cortés envió a Carlos V tras la conquista de Tenochtitlan. En fomentar el corso, los siguieron ingleses y holandeses.
Los grandes marinos de Isabel I fueron Francis Drake (1540-1596), John Hawkins (1532-1595, castellanizado como Aquines) y Thomas Cavendish (1560-1592), todos ellos ennoblecidos como “sir” precisamente por su ataque a los buques españoles. Aunque contaban con patente de corso, España no reconocía a estos piratas como corsarios sino como piratas, puesto que actuaban en tiempos de paz. Y pusieron en graves apuros a la corona, capturando la nao de China (galeón de Manila entre México y Filipinas) o intentando hacerse con el control de las rutas que conectaban el Viejo Mundo y el Nuevo.
Como ocurrió con la batalla naval de 1588, la propaganda anglosajona amplificó los episodios y, aunque hay que señalar que, entre 1540 y 1650, de los 11.000 buques que hicieron el recorrido desde la Península Ibérica a América solo se perdieron 107 a causa de los ataques piratas, resulta evidente que la monarquía hispánica tuvo que invertir grandes sumas en defender sus costas de los asaltos. De hecho, tras el desastre de la Armada Invencible, Felipe II destinó 8 millones de ducados para fortificaciones en el Caribe. Los mejores arquitectos del Imperio se dedicaron a esta tarea. A medio plazo el esfuerzo logístico aceleraría la decadencia de la piratería.
4.3. EL PIRATA COMO INDIVIDUO
Del pirata tenemos una imagen legendaria. Desde la infancia, obras como La isla del tesoro (de Robert Louis Stevenson) o Peter Pan (de J.M. Barrie) nos sumergen en su mundo. Pero, más allá de ese perfil ficticio con que lo han envuelto la literatura y el cine, el pirata era un hombre o, en casos minoritarios pero reales, una mujer, de carne y hueso. Y aunque su atuendo se aproximaba mucho a las descripciones que nos ofrecen los relatos sobre piratas, por su comportamiento no eran precisamente unos Robin Hood del mar, guiados por la filantropía, sino que sus acciones estaban caracterizadas por la violencia e incluso por la muerte.
A principios del siglo XVIII, la media de edad de los piratas era de 27 años, igual que la registrada entre los marinos mercantes y entre los marineros de la armada británica. Por su dureza, el oficio requería de salud, fuerza física y resistencia, de ahí que la juventud fuera un elemento importante.
A la piratería se llegaba por necesidad y, excepcionalmente, por vocación. Quienes se enrolaban como piratas solían ser individuos pobres, delincuentes o perseguidos por sus ideas. Casi todos los piratas eran navegantes profesionales, veteranos de las guerras europeas o desertores de las armadas reales. Algunos piratas eran auténticos trotamundos, que pasaban largas temporadas sin estar en contacto con tierra firme, pero otros regresaban a su hogar tras los viajes para reparar los barcos y disfrutar del botín. Aunque las bases estaban repartidas por todo el litoral europeo, desde el Báltico hasta las islas griegas, muchas de ellas se encontraban en Inglaterra, por lo que llegó a ser conocida como una “nación de piratas”.
La mayor parte de los piratas estaban solteros pues, debido a su juventud, aún no habían tomado la decisión de casarse. Además, muchos capitanes piratas prefirieron contar con tripulantes que no estuvieran casados, a fin de que no se vieran impulsados a desertar por motivos familiares. De hecho, entre 1716 y 1726, el porcentaje de casados era del 4%. No obstante, durante las travesías, algunos piratas abandonaron la vida aventurera para sentar la cabeza.
Por ejemplo, tras hacer escala por reparaciones, Howell Davis dejó en Cabo Verde a 5 tripulantes que se enamoraron de lugareñas. En 1709, 47 mujeres, esposas y demás familiares de piratas y bucaneros de Madagascar, enviaron a la reina Ana una petición de real amnistía.
Tampoco abundaron los capitanes piratas casados, aunque algunos formaron su familia: Henry Morgan contrajo matrimonio pero no tuvo descendencia, Thomas Tew se casó y tuvo dos hijas, al igual que el capitán Kidd, cuyas dos hijas vivieron en Nueva York. El corsario John Hawkins se casó con Katherine Gonson y tuvo un único hijo, el almirante Sir Richard Hawkins (1562-1622), que siguió sus pasos y azotó las colonias españolas en el Pacífico.
El aspecto delataba al pirata: el color propio que confiere a la piel la prolongada exposición al sol, las cicatrices causadas por el uso de los aparejos, el balanceo al caminar como consecuencia de haber tratado de mantener durante meses el equilibrio en la cubierta… Y, ante todo, los hacía reconocibles su vestimenta: camisas ligeras de algodón, chalecos rojos, chaquetas azules cortas, pantalones largos y holgados de lona o ajustados dejando al descubierto la pierna, pañuelo o bufanda en el cuello, sombrero de lana y botas, si bien es cierto que muchos iban descalzos.
Mientras, los pobladores de tierra firme solían llevar pantalones hasta la rodilla, medias y casacas. Pero a veces, los piratas vestían con trajes exóticos, producto de los botines: sedas orientales procedentes del galeón de Manila o terciopelos italianos capturados a los buques mercantes españoles que iban a América.
A mediados del siglo XVI, Jacques Sore repartió entre sus piratas casullas y trajes eclesiásticos robados en su asedio a la catedral de La Habana. Además, los piratas introdujeron en Europa el uso de pendientes entre los hombres, joya reservada hasta entonces a las mujeres.
Completaban el atuendo del pirata varias pistolas, que le daban la seguridad de estar defendido, pues en caso de que alguna se hubiera humedecido y no cumpliera su función en el momento del ataque, siempre contaría con repuesto. La imagen por antonomasia del pirata, extravagante, feroz y sanguinario, después trasladada a la literatura y al cine, es la del capitán Edward Teach, conocido con el apodo de Barbanegra.
4.4. EL BARCO PIRATA
El ascenso dentro del oficio solía depender de las condiciones naturales del pirata, tanto de su aspecto físico como de su temperamento y de la capacidad para superar las dificultades. Los piratas elaboraron sus propios códigos de conducta y, dentro de la embarcación, se comportaban como el resto de gentes del mar, es decir, practicaban ejercicios de fuerza, bailaban, cantaban, etc.
Los miembros de un mismo buque no estaban unidos por vínculos nacionales, pues su procedencia era muy diversa y, además, como hemos indicado con anterioridad, eran apátridas. Las borracheras y las peleas eran frecuentes, por lo que la unión entre los tripulantes por un fin (el asalto y el saqueo) siempre se encontraba pendiente de un hilo.
Los cabecillas del barco pirata eran elegidos mediante votación por la tripulación. Para desempeñar este papel, además de poseer amplios conocimientos náuticos, era necesario tener una fuerte personalidad, pues el mantenimiento del orden entre individuos rebeldes por naturaleza y en un ambiente tan indisciplinado no era una tarea fácil.
Entre los capitanes piratas angloamericanos de principios del siglo XVIII no hubo aristócratas, aunque sí durante el Seiscientos, destacando entre ellos sir Henry Mainwaring, que se graduó en el Brasenose College de Oxford en 1602 y, tras una etapa en el ejército, decidió comprar un navío para dedicarse a la piratería, asaltando barcos españoles entre 1613 y 1615. Después Mainwaring regresó a Inglaterra, fue indultado y llegó a ser comisionado naval y parlamentario.
También fue un pirata con formación humanística el comandante Stede Bonnet, que decidió adquirir un balandro pirata y abandonar su cómoda vida en Barbados. Ante su inexperiencia naval, se unió a Barbanegra. El Boston News Letter publicaría el 11 de noviembre de 1717 que, en el barco del temido pirata, Bonnet no se dedicaba a acciones navales, sino que se paseaba por él en chaqué y estaba concentrado en sus libros.Pero el pirata culto fue una excepción.
4.5. EL PIRATA EN ACCIÓN
La técnica preferida de ataque era el abordaje, pues no solían tener demasiada artillería. Una vez que habían desvalijado los buques, se quedaban con ellos o los quemaban.
Las enseñas empezarían a ser usadas tardíamente para infundir miedo en la tripulación de los mercantes. En 1700 apareció por primera vez la bandera negra, ondeando en el barco de Emmanuel Wynn, y se convirtió en uno de los principales distintivos piratas. Ciertamente, la bandera negra con la calavera y las dos tibias cruzadas fue un célebre emblema de los ladrones del mar pero, durante la edad de oro de la piratería, estos símbolos no fueron los únicos que alertaron de su presencia. Relojes de arena, machetes, lanzas, corazones sangrantes, esqueletos completos…, sobre fondos negros o rojos, fueron también frecuentes y transmitían igualmente el mensaje de terror que precedía a la rendición.
Ante la presencia del barco pirata, eran pocos los buques que se resistían. Generalmente, ante un simple disparo de proa se entregaban al enemigo. El capitán del barco mercante era quien más tenía que temer, pues podía llegar a ser torturado para que dijera dónde se encontraba el dinero. No solían ocasionar daños físicos a los cautivos, pero una palabra o un gesto de desagrado del rehén, unido a la borrachera del pirata, podía llevar consigo nefastas consecuencias. Por ello, se aconsejaba a los cautivos que guardaran silencio ante los piratas y que nunca cuestionaran su voluntad.
El momento glorioso del pirata no era el del abordaje sino el del regreso a la guarida, cuando comprobaba la riqueza del botín obtenido. El recibimiento era solemne y, en tres o cuatro noches, en las tabernas del puerto, los piratas se gastaban en mujeres, ron y juego toda la fortuna conseguida. Sin embargo, si el abordaje fracasaba y los piratas caían en manos españolas, solían ser condenados a pena de muerte. Pocos piratas fallecerían de forma natural.
En 1717, en el edicto para la supresión de los piratas, Jorge I de Inglaterra ofreció perdón a los capitanes y tripulaciones que abandonaran el oficio y amenazó con la persecución de quienes persistieran en el mismo. Una vez roto el monopolio hispánico, las potencias que habían patrocinado el corso no estaban dispuestas a ver amenazadas sus colonias y sus riquezas. El mar ya no tenía que ser libre, sino domesticado, en aras a la protección de sus intereses. De este modo, durante la segunda década del siglo ilustrado, las banderas piratas irían desapareciendo de los mares americanos.
5. LA MUSA EN EL CANAL DE LA MANCHA
La llegada a España de las noticias del desastre naval salpicaría toda la actividad cotidiana. Cuando, tras el desastre de la Gran Armada, el duque de Medina Sidonia pernoctó en Valladolid, en su retorno desde Santander, toda la noche la calle estuvo llena de pícaros que decían “Drac, Drac, que viene Drac”. El terrible personaje de carne y hueso se había convertido en un antropónimo antonomástico comparable a los mitos españoles de la Celestina o Don Juan, como revela que Lope de Vega escribiera La Dragontea (1598). En estepoema épico se relataba la carrera de “Francisco Draque”, desde su oscuro nacimiento a su ignominiosa muerte en el Caribe.
Paralelamente, el término anabolena, como sinónimo de “enredadora” o “prostituta” (por la madre de Isabel I), sería tan conocido en la España de los Austrias como el temperamento salvaje de Drake, del que se habló largo y tendido, pues en 1589 asaltaría La Coruña. Una afrenta en la que su escuadra tuvo que vérselas con la heroína María Pita, que plantó batalla al grito de “Quen teña honra, que me siga” (“quien tenga honor que me siga”).
Isabel I es uno de los personajes más enigmáticos de la Historia. El poeta Edmund Spenser, del siglo XVI, la llamó Gloriana. En los primeros retratos aparecen objetos simbólicos como rosas o libros de oraciones mientras que, en la última etapa del reinado, se pueden vislumbrar coronas, espadas, columnas (emblemas de poder), lunas y perlas (por su virginidad) y alusiones mitológicas como si la soberana hubiera vivido con los héroes de la Antigüedad. En Isabel I y las tres diosas, de 1569, atribuido a Hans Eworth, se narra visualmente la historia del Juicio de Paris pero es Elizabeth, en lugar del príncipe troyano, la enviada a elegir entre Juno, Venus y Minerva, quedando las tres eclipsadas por la reina con su corona y orbe real.
Tanto en la juventud como en la madurez, Isabel exageró su palidez de rostro virginal, y se vistió con aparatosos vestidos. El «Retrato Darnley» de Isabel I, denominado así por un propietario anterior, fue probablemente pintado en vida de la reina hacia 1575, sirvió de patrón de la llamada “Máscara de la Juventud”, que se utilizaría para los retratos de Isabel autorizados en las próximas décadas.
Cervantes, el soldado-escritor, profundo conocedor de los métodos del espía, la sacó a escena en La española inglesa (1613), una de sus Novelas Ejemplares: “Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres a una niña de edad de siete años, poco más o menos, y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Leste, que con gran diligencia hizo buscar a la niña para volvérsela a sus padres”.
Elizabeth I aparece controlando a los pretendientes de la gaditana Isabela, como habitualmente hacía con las damas de su corte: “Las galas estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer a la reina sabidora de aquel concierto, porque sin su voluntad y consentimiento entre los de ilustre sangre no se efectúa casamiento alguno, pero no dudaron de la licencia”.
El orfebre y retratista inglés Nicholas Hilliard (c. 1547-1619) se hizo célebre por sus retratos en miniatura de Isabel I. Y tuvo escuela porque su discípulo y, sin embargo rival, Isaac Oliver también pintó sus juegos metafísicos en una etapa donde triunfaba la poesía amorosa. Sorprende la espontaneidad presente en dos miniaturas de una niña con vestido de gala, con 5 años y sonriente sujetando una flor (a la izquierda), y con 4 años con porte serio con una fruta (a la derecha).
De Hilliard, una miniatura de 3 centímetros titulada Hombre entre las llamas (c. 1588), donde el fuego hacía de fondo del retrato de un señor. Este motivo extiende su influencia en las vidrieras abstractas mandadas colocar en los años 90 del siglo XX en la Catedral de Cuenca, en una clara alusión al Espíritu Santo mientras el Big Bang ejerce de alegoría de la Creación mediante el lenguaje plástico de la explosión cósmica.
➤ ARCHIVOS
– Archivo General de Indias (AGI).
– Archivo General de Simancas (AGS).
➤ BIBLIOGRAFÍA
- APESTEGUI, Cruz: Piratas en el Caribe: los ladrones del mar. Corsarios, filibusteros y bucaneros (1493-1700), Barcelona, Lunwerg, 2000.
- COLE, Mary Hill:“1658. Elizabeth I: Her life in letters”, Sixteenth century journal: the journal of Early Modern Studies, 2005 (n.º 2), pp. 622-623
- CORDINGLY, David: Bajo bandera negra. La vida entre piratas, Barcelona, Edhasa, 2005.
- HAIGH, Christopher: Elizabeth I, Reino Unido, Longman, 1988.
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- PETER, Earle: Piratas en guerra, Barcelona, Melusina, 2004.
- WOODARD, Colin: La república de los piratas. La verdadera historia de los piratas del Caribe, Barcelona, Crítica, 2008.
➤ ILUSTRACIONES
1. Felipe II y María I, reyes de Inglaterra.
2. “Retrato Darnley” de Isabel I.
3. Retrato de Isabel I “conmemorando» la derrota de la armada española.
4. Grabado de Isabel I nombrando corsario a Francis Drake.
5. El corsario Francis Drake y uno de sus blasones.
6. Isabel I y las tres diosas.
7. “Hombre en llamas”. Miniatura de Hilliard.
8. Miniaturas de niñas, por Isaac Oliver.