Es el acuerdo que todos esperábamos. No el que deseábamos, pero es el único que razonablemente podía alcanzarse. La alternativa era no tener ningún acuerdo


EDUARDO BARRACHINA


Lunes 18 de enero de 2021

A fecha de hoy, puede parecer temprano examinar las consecuencias del nuevo Acuerdo de Comercio y Cooperación que el Reino Unido y la Unión Europea (UE) han suscrito. Este acuerdo, que es prolijo en detalles, autoriza no obstante algunas reflexiones preliminares.

Es el acuerdo que todos esperábamos. No el que deseábamos, pero es el único que razonablemente podía alcanzarse. La alternativa era no tener ningún acuerdo. El tratado no es una sorpresa para quien haya seguido el itinerario interminable del Brexit desde su hora germinal, esto es, cuando el ex primer ministro David Cameron, después de su negociación con Bruselas en febrero de 2016 en la que reclamó limitaciones a la libertad de movimiento, convocó el referéndum del Brexit para el 23 de junio de 2016. La UE, ya en aquel entonces, aunque fue pragmática e hizo algunas concesiones, le recordó que las cuatro libertades comunitarias eran indivisibles. Con un partido conservador dividido por la cuestión y David Cameron haciéndose el ofendido, como el prefecto Renault, exclamó afectadamente y con semblante serio «escándalo, he descubierto que aquí se juega», como si no supiera de antemano la respuesta de Bruselas. El resto es bien conocido.

Las mismas líneas rojas que Bruselas le recordara a David Cameron en 2015 y 2016, y que el propio Consejo Europeo exigió al equipo negociador de la UE en su sesión del 29 de abril de 2017, han determinado buena parte de la negociación. Lo que el Consejo vino a decir es que un tercer Estado no podía disfrutar de los beneficios del mercado único sin aceptar la indivisibilidad de las cuatro libertades. Por su parte, el Reino Unido ha visto también colmadas sus aspiraciones más importantes: el fin de la jurisdicción del TJUE, el control completo sobre inmigración, el cese de la política pesquera común y la ausencia de una obligación expresa de converger con la UE en materia de regulación, lo que le ha permitido llegar al fin de su negociación sin concesiones que afecten a su soberanía (salvo el caso particular de Irlanda del Norte).

El acuerdo es, por lo tanto, el único que podía alcanzarse tras la aplastante victoria de Boris Johnson en diciembre de 2019, con unos diputados conservadores y un gabinete de Gobierno unido sin apenas fisuras en torno a la misma idea: el periodo de transición debía acabar con pocas concesiones el 31 de diciembre de 2020. Y así ha sido.

La paradoja de este acuerdo es que, siendo un tratado de libre comercio, irremediablemente está destinado a crear barreras en el comercio de bienes y servicios. Este fue siempre el drama metafísico de esta negociación. Ningún acuerdo iba a igualar los beneficios del mercado único sin traspasar las líneas rojas británicas.

Un agente revisa la documentación de un camionero a su llegada al puerto de Dover. (Reuters)

El acuerdo es bastante más amplio de lo que parece, pues regula el comercio de bienes entre ambas partes, comercio digital, contratación pública, pesca, energía, propiedad intelectual, cambio climático, transporte (terrestre y aéreo), coordinación en materia de seguridad social y visados, y, finalmente, cooperación en materia de justicia penal. Descansa sobre una piedra de toque que sostendrá el edificio de la nueva regulación: el compromiso de mantener la igualdad de condiciones (‘level playing field’) para que no se distorsione la libre competencia, aunque es cierto que ninguna de las partes renuncia a alterar el marco regulatorio.

En materia de bienes, como se preveía, el acuerdo contempla cero aranceles y cuotas, siempre que el certificado de origen garantice que, en efecto, tal bien procede en su mayor parte del Reino Unido o de la UE. Asimismo, en sectores clave para España, se han acordado medidas adicionales para facilitar el comercio de: productos químicos (cooperación en materia regulatoria), vino (simplificación de certificados y principios comunes sobre etiquetaje), productos orgánicos (equivalencia de la legislación de ambas partes), productos farmacéuticos (reconocimiento de las inspecciones de la otra parte) y, especialmente, automoción (uso de estándares internacionales, aplicación del certificado relevante de la ONU y cooperación en materia de estándares de seguridad).

Inevitablemente, el acuerdo entraña más burocracia, pues habrá que cumplir con la normativa británica, lo que no se hacía hasta la fecha. Por ejemplo, un sector clave para España como el agroalimentario se verá afectado por la divergencia de los regímenes para medidas sanitarias y fitosanitarias, aunque se han introducido algunas medidas para aliviar estas discrepancias.

El acuerdo es, ante todo, un acuerdo sobre mercancías y, como era previsible, no regula los servicios de manera amplia. Aunque abarca más aspectos que los incluidos en el modelo del Acuerdo General Sobre el Comercio de Servicios (GATS, por su sigla en inglés), no incluye el reconocimiento mutuo para facilitar la prestación de servicios. Es el sector más perjudicado por el tratado y afectará, sobre todo, a las empresas británicas, que tendrán que adaptarse a la normativa de cada Estado miembro.

En materia de servicios financieros, la situación es de incertidumbre. Sobre todo para el Reino Unido, que no ha logrado el reconocimiento mutuo para la City y que está ahora pendiente de si tendrá lugar una decisión sobre equivalencia de la UE. Tal decisión, que depende exclusivamente de la Comisión, es independiente del acuerdo y viene definida por ser revocable en 30 días, con lo que no es una solución a largo plazo. Ambas partes se han dado hasta el 31 de marzo de este año para alcanzar un memorando de entendimiento sobre la cuestión. Por su parte, Londres sí que ha otorgado la equivalencia a las entidades europeas en ciertos aspectos de regulación financiera. En el caso del sector bancario no europeo radicado en Londres, las principales entidades financieras han llevado a cabo sus planes de contingencia, esto es, replicar equipos en alguna ciudad europea para poder acceder al mercado comunitario.

Sobre el principio de igualdad de condiciones, verdadero nudo gordiano de este sistema de equilibrios que es el acuerdo, aunque no se impone la obligación (pero sí el compromiso) se han incluido medidas correctoras en el caso de que una de las partes desvirtúe tal principio mediante, por ejemplo, la concesión de ayudas públicas. Por último, sobre la contratación pública —esencial para la inversión directa española en el Reino Unido—, el acuerdo (muy ambicioso en esta materia) prevé que las empresas europeas podrán licitar en igualdad de condiciones en un buen número de sectores.

Foto: Reuters

Estamos ante un texto que va a estar sujeto a continuas revisiones e interpretaciones y que se va a nutrir de forma muy activa de la experiencia de instituciones tanto públicas como privadas. Este extremo es esencial para empezar a comprender cómo se desarrollará el futuro de la relación. El propio acuerdo queda sujeto a un Consejo de Asociación liderado por un representante de la UE y otro del Reino Unido, ambos —obsérvese— con rango ministerial.

La negociación no queda clausurada con el acuerdo; la verdadera negociación del Brexit empieza ‘hic et nunc’, y es precisamente este Consejo de Asociación —copresidido por dos políticos— el que administrará el nuevo modelo económico y comercial. Sus competencias son amplias e incluyen adoptar decisiones sobre ciertas materias del acuerdo, formular recomendaciones y, especialmente, acordar modificaciones del acuerdo en los casos previstos. Se prevén también un comité de asociación comercial, 10 comités especializados en asuntos comerciales, ocho comités especializados en otras materias (energía, pesca, seguridad, etc.) y hasta cuatro grupos de trabajo.

El acuerdo ideal nunca existió porque veníamos de una situación perfecta

Este andamiaje institucional (que irónicamente recuerda a la Comisión Europea) es fundamental para entender cómo se desarrollará y ejecutará el Brexit. No solo porque las decisiones adoptadas por el Consejo de Asociación o, en su caso, por un comité serán vinculantes para ambas partes, sino porque el acuerdo estará en constante movimiento; el texto se refiere continuamente a modificaciones, rectificaciones, consultas, revisiones, decisiones, periodos de transición, etc. Así pues, el Brexit no se agota con la rúbrica del tratado, sino antes al contrario, será un proceso gradual, dinámico y que mudará en el tiempo.

El nuevo acuerdo se erige ante nosotros como un punto de salida, no de llegada. Es un acuerdo abierto y su implementación práctica —aún por definir— diferirá del texto literal.

El acuerdo ideal nunca existió porque veníamos de una situación perfecta. El modelo comercial ha cambiado y es necesario cambiar con él. Ante esa nueva realidad que nos impone el tratado, es hora de alejarse del escepticismo que suelen generar los cambios no deseados. Aunque con más barreras (a las que nos adaptaremos), el mercado británico no dejará de ser atractivo para nuestras empresas. Nuevas normas, pero mismo mercado. Tener éxito exigirá esfuerzo y capacidad de adaptación, cualidades que no desconoce la empresa española.

Eduardo Barrachina es presidente de la Cámara Oficial de Comercio de España en el Reino Unido, ‘solicitor’ y abogado en White & Case.