IGNACIO PEYRÓ


Sábado, 17 de abril de 2021

La almendra central de Londres ha sido al mismo tiempo salón ceremonial del Imperio, colmena del alto funcionariado del país, arco del triunfo de mil batallas y cenotafio de los caídos en tantas otras. Por la parte de Kensington y Hyde Park –de tanto regusto victoriano–, lo difícil, sin embargo, es no pensar que el urbanismo se puso al servicio de una historia de amor. Las iniciales de Victoria y de Alberto se entrelazan en los Jardines Italianos, regalo en mármol de Carrara de un príncipe que también fue jardinero. La propia reina Victoria se iba a encargar de que el Hall de las Artes y las Ciencias, bautizo mediante, se convirtiera en el homenaje a su marido del Royal Albert Hall. Y allí, frente a su fachada, el Albert memorial –otra iniciativa personal de la reina viuda– nos revelará un momento memorable del alto kitsch victoriano: sentado en el solio de su sabiduría, el consorte aparece coronado por un ciborio neogótico y rodeado de un friso clasicista en el que las glorias de la humanidad, Cervantes y Velázquez incluidos, parecen bendecir al joven príncipe.

Poco dispuesta a dejar escapar una sátira, no extraña que la prensa de la época hablara de Albertópolis para referirse a aquel barrio. Pero quedarse en la sátira nos quitaría de la verdad: en una ciudad de municipios yuxtapuestos y crecimiento sincopado, no hay un Londres mejor ni hay un Londres más claro que el de Alberto y Victoria. Y fue tan propio de los tórtolos reales como del aire de su época alzar, junto a monumentos amorosos lindantes con la grima, los grandes pabellones del optimismo científico, del Imperial College al Museo de Historia Natural. Es un resarcimiento póstumo para Alberto que hoy todos sean santos lugares de la arquitectura londinense: recién casado en la corte inglesa, a aquel consorte germánico nadie le había regalado ni un apoyo ni una comprensión. Y nadie había previsto que fuera más que «una ameba», por decirlo como lo dijo uno de sus descendientes, el duque de Edimburgo, hablando de su propia experiencia de recién casado en la corte inglesa y con pedigrí alemán.

No se puede forzar la similitud entre Alberto y el duque de Edimburgo: de los 60 años largos de victorianismo íbamos a aprender, entre otras cosas, que un rey –o un consorte real– no debe hocicar en las carteras de sus ministros. Sin embargo, sí puede postularse que el modelo de monarquía definido por Victoria y Alberto no solo ha llegado hasta hoy, sino que ha tenido sus practicantes más escrupulosos y acertados en Isabel II y el duque de Edimburgo, capaces de superar en celo a sus antecesores victorianos en, precisamente, dejar que la política siga los cauces de la política.

Más allá del carácter independiente y apartidista de la institución –no ser de nadie para ser de todos–, con Victoria e Isabel, con Alberto y con Felipe, la monarquía ha buscado combinar utilidad y ceremonia en la tradición de Albertópolis. Si su ceremonia, en el mejor de los casos, sirve para exaltar los corazones en identificación con el pasado nacional, su utilidad ha buscado asociar realeza y filantropía. El propósito expreso es el de constituirse en fuerza moral visible a todos, lo que tal vez con el príncipe Alberto consistiera en inaugurar fuentes de la templanza para evitar el alcoholismo popular, y con el duque de Edimburgo han sido las cerca de mil asociaciones y oenegés –de la ornitología en Australia a la distrofia muscular en Gran Bretaña– en las que ha estado implicado. Más allá de la anécdota, esta apertura a la sociedad y sus proyectos es la que más ha prestigiado a las personalidades reales que, por su independencia, pueden dar voz a grupos, iniciativas y necesidades que rara vez resuenan entre las prioridades de la política y que son expresión de vínculos ciudadanos fuera del marco del Estado. Esas acciones de la Corona constituyen la gestualidad «inteligible» que Bagehot –ese gran victoriano, tan leído por Isabel II– pedía a la realeza para mostrar su utilidad a ojos de los ciudadanos.

Hay algo de justicia poética en que, a causa del Covid, vayan a ser más discretas las pompas fúnebres de un hombre que encarnó como nadie la virtud de la discreción cuando la discreción se ha convertido en virtud heroica: en un mundo de aspirantes a influencer, duele menos ceder dinero que ceder protagonismo.

Junto a la utilidad, y conscientes de vivir en tiempos de deferencias declinantes, Victoria y Alberto también iban a hacer propia una exigencia cuyo incumplimiento ha provocado no pocos dramas y exilios, revoluciones y guillotinas: la ejemplaridad. Lo dejó dicho el mismo príncipe Alberto: «La exaltación de la monarquía sólo es posible por el carácter personal del soberano». En su tiempo, la ejemplaridad se encarnó en la vida familiar de los monarcas, con la reina Victoria en pose de matriarca virtuosa de la nación. Y a ese énfasis en la familia hay que reconocerle el acierto de llevar el orgullo de la soberanía al nivel de la vida diaria: como si acabara de leer la prensa del corazón, Bagehot –quizá poco correcto para nuestros estándares– afirma que siempre nos preocupará más un matrimonio que un ministerio. En nuestros días, un royal pragmático ha definido esta llegada popular como «el negocio de la felicidad».

También es un negocio del drama, pues para la monarquía todo puede ser leyenda: amores y riñas, días de celebración y días de duelo. Aunque rechine a nuestra naturaleza racional, a nuestro yo novelero le es difícil no tener un punto de apego a alguien a quien –caso del príncipe Harry, por poner un ejemplo– se ha visto crecer, enamorarse, hacer el cafre, vestir con valentía el uniforme, seguir el féretro de su madre o ponerse guapo para su boda. Para salpimentar la conversación nacional, nada mejor que unos personajes que, a decir de la propia reina tienen, como en las mejores familias, sus jóvenes caprichosos e impetuosos y sus desacuerdos familiares. Y que nadie piense que las polvaredas mediáticas son cosa de hoy: pese a su leyenda áurea hogareña, la reina Victoria, horrorizada a perpetuidad por las calaveradas de su hijo Bertie, llegaría a culparle de la muerte prematura de su amado consorte. Ahí puede argüirse que ni los mayores críticos del sistema monárquico han podido reprocharle a Isabel II o al duque de Edimburgo irresponsabilidad o ligereza. Y si ha habido especulación sobre comportamientos personales, ambos han sabido que mantener privados los vicios no deja de ser un oblicuo homenaje a la virtud.

Ser consorte tiene su psicología: hay algo en la vanidad humana que abomina de los segundos lugares, de las medallas de plata, de los dos pasos por detrás. Esto tampoco es nuevo: la mayor crisis de la monarquía británica tuvo lugar en los años 30, consorte mediante, y se saldó con la abdicación de un rey. El príncipe Alberto ya se quejaba de «la dificultad de ocupar mi posición». A la hora de casarse, el duque de Edimburgo confesó a sus próximos que no sabía si era un paso «muy valiente o muy insensato», e iba a tener que recorrer camino para despegarse del apelativo de huno y de su fama de intruso sin blanca, según Bedell Smith, hasta ser considerado todo un English gentleman por parte de alguien con el furor antigermánico de la reina madre.

Hay algo de justicia poética en que, a causa del Covid, vayan a ser más discretas las pompas fúnebres de un hombre que encarnó como nadie la virtud de la discreción cuando la discreción se ha convertido en virtud heroica: en un mundo de aspirantes a influencer, duele menos ceder dinero que ceder protagonismo. Cuando murió el príncipe Alberto, la reina Victoria mandó esculpir «su pequeña oreja» en mármol para poder seguir acariciándola, y durante años mandó subir cada mañana al cuarto del finado agua caliente y ropa de cama limpia. Al morir la propia Victoria tras una eterna viudedad, Morand describe a los carniceros del Este de Londres con corbata negra y, como tantos han hecho antes y después de él, cree que con ese óbito entierra la Inglaterra eterna y entona su elegía. Quizá ya no haya el plañir de antaño, pero tras la muerte del duque de Edimburgo, Morand también hubiese tenido qué escribir: la dramatización perfecta de la BBC, los anuncios en el Metro firmados por el Comisionado de Transportes, las sábanas negras en las ventanas de los clubes de Pall Mall.

Ignacio Peyró, periodista y escritor, es autor entre otras obras de Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola, 2014).